sábado, 3 de junio de 2017

LA IGLESIA ES UN SIGNO VISIBLE DE LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO


“Todos los discípulos estaban juntos...” (1ª lect). En este ambiente de oración y de reflexión por los acontecimientos pascuales vividos hasta el día de la Ascensión, irrumpe la fuerza de lo Alto que el Señor había prometido a los suyos. El Espíritu de Verdad que procede del Padre, el Consolador, el alma de la Iglesia.

Fue el Espíritu Santo quien dio comienzo a esa grandiosa casa evangelizadora y santificadora que es la Iglesia, y es Él también, quien con su aliento divino, continúa esta tarea hasta que, cuando se cumpla la última hora de la Historia, de nuevo Cristo vuelva.

La acción del Espíritu Santo que opera en la Iglesia y en quienes formamos parte de Ella desde el día del Bautismo, puede pasarnos inadvertida, porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos (San Josemaría Escrivá). Con todo, lo decisivo es lo que hace el Señor. También ahora se devuelve la vista a los ciegos, que habían perdido la capacidad de mirar al cielo y de contemplar las maravillas de Dios; se da la libertad a cojos y tullidos, que se encontraban atados por sus apasionamientos y cuyos corazones no sabían ya amar; se hace oír a sordos, que no deseaban saber de Dios; se logra que hablen los mudos, que tenían oprimida la lengua porque no querían confesar sus derrotas; se resucita a muertos, en los que el pecado había destruido la vida. Comprobamos una vez más que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos y, lo mismo que los primeros fieles cristianos, nos alegramos al admirar la fuerza del Espíritu Santo y su acción en la inteligencia y en la voluntad de sus criaturas” (San Josemaría Escrivá).

La Iglesia es un signo visible de esta acción del Espíritu de Dios en el mundo. Ella tiene “una antigüedad de casi dos mil años. Sobrevivió a la ruina del Imperio romano con todas sus crisis; no fue barrida por las invasiones de los pueblos bárbaros; no pudo ser vencida por la interna debilidad del papado, ni por la fuerza externa del emperador y el nacionalismo francés, ni por los pecados y deficiencias humanas del Humanismo y la Reforma, ni por las extraordinarias revoluciones de la Ilustración, la Revolución francesa, el capitalismo, el socialismo y la técnica moderna. En todas las crisis y tempestades se ha afirmado victoriosa y, en tal grado, que su esencia íntima, sus dogmas, su culto y su derecho permanecieron inmutables”. Esta permanencia, sin precedentes en la historia, tiene su explicación en el Espíritu Santo, alma de la Iglesia.

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