Hoy, las vísperas de la Solemnidad de la Ascensión de
Jesús al cielo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. Los Hechos
de los apóstoles relatan este episodio, la separación final del Señor Jesús de
sus discípulos y de este mundo.
El Evangelio, presenta el mandato de Jesús a
los discípulos: la invitación de ir, a salir para anunciar a todos los pueblos
su mensaje de salvación. «Salir» se convierte en la palabra clave de la fiesta
de hoy: Jesús sale hacia el Padre y ordena a los discípulos que salgan hacia el
mundo.
Jesús sale, asciende al cielo, es decir, vuelve al Padre,
que lo había mandado al mundo. Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre.
Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con
nosotros, de una forma nueva. Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la
mirada de los Apóstoles —y también nuestra mirada— a las alturas del cielo para
mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre.
Él mismo había dicho que se marcharía para prepararnos un
lugar en el cielo. Sin embargo, Jesús permanece presente y activo en las
vicisitudes de la historia humana con el poder y los dones de su Espíritu; está
junto a cada uno de nosotros: aunque no lo veamos con los ojos, Él está. Nos
acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos.
Jesús resucitado está cerca de los cristianos perseguidos
y discriminados; está cerca de cada hombre y cada mujer que sufre. Está cerca
de todos nosotros, también hoy está aquí con nosotros en esta casa de Dios; el
Señor está con nosotros.
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