sábado, 14 de marzo de 2020

ORACIÓN DEL PAPA ANTE EL CORONAVIRUS


Oh María, tú resplandeces siempre en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza.
Nosotros nos confiamos a ti, Salud de los enfermos, que bajo la cruz estuviste asociada al dolor de Jesús, manteniendo firme tu fe.

Tú, Salvación de todos los pueblos, sabes de qué tenemos necesidad y estamos seguros que proveerás, para que, como en Caná de Galilea, pueda volver la alegría y la fiesta después de este momento de prueba.

Ayúdanos, Madre del Divino Amor, a conformarnos a la voluntad del Padre y a hacer lo que nos dirá Jesús, quien ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos y ha cargado nuestros dolores para conducirnos, a través de la cruz, a la alegría de la resurrección.

Bajo tu protección buscamos refugio, Santa Madre de Dios. No desprecies nuestras súplicas que estamos en la prueba y libéranos de todo pecado, o Virgen gloriosa y bendita”.

viernes, 13 de marzo de 2020

CORONAVIRUS Y MIEDO, DOS EPIDEMIAS CONJUNTAS


Vivimos en un mundo globalizado y las comunicaciones hacen que todo sea más fácil traer y llevar, conocer cosas en tiempo real y estar asomados a lo que sucede en las antípodas. Y esto implica factores positivos y negativos, para bien y para mal. Entre estos últimos, venimos asistiendo desde hace años a una serie de pandemias que recuerdan a las pestes que asolaron a la humanidad en los siglos pasados. Hemos debido reaccionar ante el sida, ante el ébola, y ahora estamos ante esta nueva epidemia del coronavirus.

Toda la comunidad internacional está implicada en el atajo de esta enfermedad contagiosa y en su prevención razonable. También nuestras autoridades sanitarias nos van dando información y algunas indicaciones, que hemos de observar e incorporar para evitar males mayores y que se expanda. A ello nos atenemos y es lo que hemos de secundar.

Pero me ha parecido interesante y ponderada la reflexión que ha hecho un buen hermano obispo de la Diócesis francesa de Ars-Belley, Mons. Pascal Roland. Es de lo más sensato que he podido leer en estos últimos días.

Dice este Obispo que más que a la epidemia de coronavirus, debemos temer a la epidemia del miedo. Y no tiene la intención de emitir instrucciones específicas para su diócesis: ¿los cristianos dejarán de reunirse para rezar? ¿Renunciarán a tratar y a ayudar a sus semejantes? Aparte de las precauciones elementales que todos toman espontáneamente para no contaminar a otros cuando están enfermos, no hay que agregar más.

Recuerda que en situaciones mucho más serias como las grandes plagas, cuando los medios sanitarios no eran los de hoy, en las poblaciones cristianas se hicieron oraciones colectivas rezando a Dios, y se organizaron para ayudar a los enfermos, asistir a los moribundos y sepultar a los fallecidos. Los discípulos de Cristo no se apartaron de Dios ni se escondieron de sus semejantes, sino todo lo contrario. ¿El pánico colectivo que estamos presenciando hoy no revela nuestra relación distorsionada con la muerte? ¿No manifiesta la ansiedad que provoca la pérdida de Dios? Queremos censurar que somos mortales y, al cerrarnos a la dimensión espiritual de nuestro ser, perdemos terreno. Disponiendo de técnicas cada vez más sofisticadas y más eficientes, pretendemos dominarlo todo olvidando que no somos los señores de la vida.

Añade unos datos que pueden ser ilustrativos: no podemos perder la cabeza ni vivir de la mentira. Dice así: ¿Por qué de repente enfocamos nuestra atención sólo en el coronavirus? ¿Por qué ignorar que cada año en Francia, la banal gripe estacional afecta a entre 2 y 6 millones de personas y causa alrededor de 8000 muertes? También parece que olvidamos de nuestra memoria colectiva que el alcohol es responsable de 41000 muertes por año, y que se estima en 73000 las provocadas por el tabaco.

Concluye con una reflexión netamente cristiana: recuerda que un cristiano no se pertenece a sí mismo, su vida debe ofrecerse, porque sigue a Jesús, quien enseña: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35). Ciertamente, no se expone indebidamente, pero tampoco trata de preservarse. Siguiendo a su Maestro y Señor crucificado, el cristiano aprende a entregarse generosamente al servicio de sus hermanos más frágiles, con miras a la vida eterna.

A mí me ha ayudado la reflexión de este Obispo francés. Pongamos los medios prudentes que nos van indicando las autoridades sanitarias para prevenir y atajar esta epidemia, pero con una visión sensata y cristiana de las cosas, sin obsesionarnos desmedidamente. Abordemos la epidemia del coronavirus, pero no cedamos ante la epidemia de miedo. Como diría el Papa Francisco: ¡no os dejéis robar la esperanza!

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

domingo, 8 de marzo de 2020

DAR GRACIAS AL SEÑOR POR LA VOCACIÓN Y MISIÓN DE LA MUJER



Dar gracias al Señor por su designio sobre la vocación y la misión de la mujer en el mundo se convierte en un agradecimiento concreto y directo a las mujeres, a cada mujer, por lo que representan en la vida de la humanidad.


Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida.


Te doy gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la vida.

Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.


Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política, mediante la indispensable aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta al sentido del «misterio», a la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.


Te doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta «esponsal», que expresa maravillosamente la comunión que El quiere establecer con su criatura.


Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer!  Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas.

Pero dar gracias no basta, lo sé. Por desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud.

Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente.

Que este sentimiento se convierta para toda la Iglesia en un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la actitud misma de Cristo. El, superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura.

De este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el proyecto y en el amor de Dios.

jueves, 5 de marzo de 2020

¿QUÉ ES LA JUSTICIA?




En el primer día de clase, el profesor de “Introducción al Derecho” entró al aula y lo primero que hizo fue pedir el nombre de un estudiante que estaba sentado en la primera fila:

¿Cuál es su nombre?
Mi nombre es Nelson, Señor.
¡Fuera de mi clase y no vuelva nunca más!  Gritó el maestro desagradable.
Nelson estaba desconcertado. Cuando volvió en sí, se levantó rápidamente recogió sus cosas y salió de la habitación.
Todo el mundo estaba asustado e indignado, pero nadie habló.

¡Muy bien!  Vamos a empezar, dijo el profesor.
¿Para qué sirven las leyes? preguntó el maestro, los estudiantes seguían asustados, pero poco a poco empezaron a responder a su pregunta:

-       Para tener un orden en nuestra sociedad. ¡No! – Respondió el profesor.
-       Para cumplirlas. ¡No!
-       Para que las personas equivocadas paguen por sus acciones. ¡No!

¿Alguien sabe la respuesta a esta pregunta!
-       Para que se haga justicia – una muchacha habló con timidez.

¡Por fin! Es decir, por la justicia. Y ahora, ¿qué es la justicia?

Todos empezaron a molestarse por la actitud tan vil del profesor. Sin embargo, continuaron respondiendo:

A fin de salvaguardar los derechos humanos … Bien, ¿qué más? – preguntó el maestro. Para diferenciar el bien del mal, para recompensar a aquellos que hacen el bien … Ok, no está mal, pero respondan a esta pregunta:

“¿Actué correctamente al expulsar a Nelson del aula?”

Todos estaban en silencio, nadie respondió. ¡Quiero una respuesta por unanimidad! ¡No! – Todos contestaron con una sola voz.

¿Se podría decir que he cometido una injusticia? ¡Sí!

¿Y por qué nadie hizo nada al respecto? ¿Para qué queremos leyes y reglas, si no tenemos la voluntad necesaria para practicarlas? Cada uno de ustedes tiene la obligación de hablar cuando es testigo de una injusticia. Todos. ¡No vuelvan a estar en silencio, nunca más! Vayan a buscar a Nelson – dijo.

Después de todo, él es el maestro, yo soy un estudiante de otro período. Aprendan que cuando no defendemos nuestros derechos, se pierde la dignidad y la dignidad no puede ser negociada.