La Primera lectura recoge el pasaje del Antiguo Testamento en el que
Dios, por medio de Moisés, que no se sentía con fuerzas para llevar solo la
carga de todo el pueblo, separó algo del espíritu que él poseía y lo pasó a los
setenta ancianos. Éstos, que se habían congregado en torno a la Tienda de la
Reunión, comenzaron enseguida a profetizar. Pero dos de ellos, llamados Eldad y
Medad, aunque estaban en la lista no habían acudido a la Tienda, pero el
espíritu se posó sobre ellos y se pusieron a profetizar en el campamento.
Entonces se acercó Josué a Moisés para que se lo prohibiera. La reacción de
Moisés había sido profética: ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y
recibiera el espíritu del Señor!
El Evangelio nos relata un suceso en cierto modo similar. Juan se
acercó a Jesús para decirle que habían visto a uno que echaba demonios en su
nombre. Como no era del grupo que acompañaba al Maestro, se lo habían
prohibido. Jesús contestó a los suyos: No se lo impidan, porque uno que hace
milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de Mí.
Jesús reprueba la intolerancia y la mentalidad exclusivista y estrecha
de los discípulos, y les abre el horizonte y el corazón a un apostolado
universal, variado y distinto. Los cristianos no tenemos la mentalidad de partido
único, que llevaría a rechazar formas apostólicas distintas de las que uno, por
formación y modo de ser, se siente llamado a realizar. La única condición
–dentro de esta gran variedad de modos de llevar a Cristo a las almas– es la
unidad en lo esencial, en aquello que pertenece al núcleo fundamental de la
Iglesia. San Juan Pablo II, señala algunos criterios PRIMERO la primacía que se
debe dar a la llamada de cada fiel a la santidad, de ser instrumentos de
santidad en la Iglesia. SEGUNDO, es el apostolado, proclamar la verdad sobre Cristo,
sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la
Iglesia que la interpreta auténticamente.