“Envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer”. Todo hombre tiene una madre que lo ha
concebido en su seno. Pero el Altísimo al dar la persona divina de su Hijo para
ser envuelta en el seno de una mujer y ésta le permitiera hacerse hombre, eleva
esa maternidad a una dignidad casi infinita. María alumbró al hijo más perfecto
que pudiera nacer.
La
maternidad divina de María nos lleva al corazón del misterio cristiano. Como se
declaró en el 2º C. de Constantinopla, no es que un ser humano naciera de María
y, luego, descendiera el Verbo a tal hombre, sino que fue del seno de María de
donde nació el Verbo hecho hombre. Desde entonces los Padres de la Iglesia
declararon solemnemente lo que en la Sagrada Escritura y en la Tradición se
enseñaba: María es Theotókos.
El
título de Madre de Dios lo encontramos en esa oración que se remonta al año 300
y que todavía hoy rezamos: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de
Dios, no desoigas nuestras súplicas... Es el privilegio más alto concedido a un
ser humano por ser madre de una criatura prodigiosa: Cristo, creador de una
humanidad nueva.