Interior de la cúpula de la Basílica de Florencia |
Todo el que
quiera comenzar un camino de perfección no puede renunciar a la cruz, a la
mortificación, a la humillación y al sufrimiento, que asemejan al cristiano con
el modelo divino que es el Crucificado.
Todos están
llamados a amar a Dios con todo su corazón y con toda el alma, y a amar al
prójimo por amor a Dios. Nadie está excluido de esta llamada tan clara de
Jesús. Ustedes, por tanto, “sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro
Padre celestial”.
La santidad
consiste, en vivir con convicción la realidad del amor de Dios, a pesar de las
dificultades de la historia y de la propia vida. El Sermón de la Montaña es la
única escuela para ser santos.
La santidad
consiste, además, en la vida de ocultamiento y de humildad: saberse sumergir en
el trabajo cotidiano de los hombres, pero en silencio, sin ruidos crónicos, sin
ecos mundanos.
La santidad del
hombre es obra de Dios. Nunca será suficiente manifestarle gratitud por esta
obra. Cuando veneramos las obras de Dios, veneramos y adoramos sobre todo a Él
mismo, el Dios Santísimo. Y entre todas las obras de Dios, la más grande es la
santidad de una criatura: la santidad del hombre.
Aunque la
santidad nace de Dios mismo, a la vez, desde el punto de vista humano, se
comunica de hombre a hombre. De este modo, podemos decir también que los santos
“engendran” a los santos.
Un santo es, en
su vida y en su muerte, traducción del Evangelio para su país y su época.
Cristo no vacila en invitar a sus discípulos al seguimiento, a la perfección.
¿Qué es la
santidad? Es precisamente la alegría de hacerla Voluntad de Dios.
¡No tengan miedo ante esa palabra! ¡No tengáis miedo ante la realidad de una vida santa!
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