Cuando en diciembre de 2019 se descubrió el primer caso de coronavirus, nadie pensábamos que un agente microscópico pudiera cambiar tan rápidamente la vida de la humanidad.
Si al iniciar el nuevo año nos hubieran anunciado que en pocos meses estarían vacías nuestras iglesias, las celebraciones serían sin presencia de la asamblea, los fieles participarían virtualmente en la liturgia, etc. habríamos pensado que se trataba más de una ficción que de una realidad.
Sin embargo, así ha sido. La liturgia, la pastoral, la catequesis... se han visto totalmente transformadas por un aparente insignificante virus que se ha extendido hasta generar una pandemia mundial, obligando a un confinamiento de la población en sus casas.
La nueva realidad ha conllevado una improvisada adaptación litúrgica, que se ha realizado en múltiples direcciones. En estas semanas hemos visto todo tipo de celebraciones para estar «cerca» de los creyentes que no podían acudir a las iglesias. Pero este fin pastoral ha ido en detrimento de la calidad litúrgica y ha desfigurado la dimensión mistérica de la celebración. En muchas ocasiones, el impulso ha ahogado el criterio ponderado.
José Antonio Goñi
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