Hoy, el evangelio
nos sitúa ante el tema de la salvación de nuestras almas. Éste es el núcleo del
mensaje de Cristo y la “ley suprema de la Iglesia” (así lo afirma, el Código de
Derecho Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios,
pero para quienes aún no hemos traspasado la muerte es tan solo una
posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta
del amor de Dios por toda la eternidad.
Decía san Agustín
que «se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo
ser eterno». En esta vida sólo hay dos posibilidades: o con Dios, o la nada,
porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida, muerte, alegría, dolor,
amor, etc. son conceptos despojados de lógica cuando no participan del ser de
Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre
sí mismo. Dios mira incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su
libertad, espera un gesto mínimo de voluntad de retorno.
«Señor, ¿son pocos
los que se salvan?». Cristo no responde a la pregunta. Quedó entonces la
pregunta sin respuesta, y también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre
la santidad de Dios y la conciencia del hombreLa Iglesia no se pronuncia sobre
quienes habitan el infierno, pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí
que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá condenados en el juicio
final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o laico, incurre sin más
preámbulos en herejía.
Somos libres para
tornar la mirada del alma al Salvador, y somos también libres para obstinarnos
en su rechazo. La muerte petrificará esa opción por toda la eternidad...
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