UNA MIRADA A LA HISTORIA
RECIENTE
Tradicionalmente la doctrina
católica sobre el matrimonio recogía la enseñanza de San Agustín que él mismo
sistematizó en torno a los bienes del matrimonio: el bien de la prole (bonum
prolis), el bien de la fidelidad (bonum fidei) y el bien del sacramento (bonum
sacramenti). El matrimonio era visto como un contrato singular cuyas notas
características son la unidad y la indisolubilidad. Los fines propios de esta
institución natural eran descritos como la procreación y la educación de los
hijos, la ayuda mutua entre los esposos y el remedio de la concupiscencia.
En las décadas anteriores a
la celebración del Concilio Vaticano II, desde perspectivas más personalistas,
se reclamaba una revisión de los fines del matrimonio y se abogaba por incidir
más en la relevancia del amor conyugal: se insistía en la necesidad de revisar
el término contrato y la división entre fin primario (procreación) y fines
secundarios.
El Concilio Vaticano II Con
este contexto inmediato, el Concilio Vaticano II al afrontar los temas del
matrimonio y de la familia en la Gaudium et spes los trata como el primero de
los problemas y necesidades urgentes en el mundo actual (GS 46). En expresión
del mismo Concilio “la salvación de la persona y de la sociedad humana y
cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y
familiar” (GS 47).
Después de describir las
sombras que oscurecen la dignidad de esta institución, se propone exponer la
doctrina sobre la dignidad del matrimonio y de la familia (GS 48). 1 Cf. San
Agustín, De bono coniugali: pc 40,375-376 y 394; Pío XI, Enc. Casti connubii:
AAS 22 (1930) 543-555. 10 11 En este apartado de la Constitución pastoral sobre
la Iglesia en el mundo actual (GS 48) el Concilio ofrece una síntesis en la que
se guarda un equilibrio entre el carácter institucional del matrimonio y los
nuevos acentos que venían propiciados por la corriente personalista. En primer
lugar llama la atención la descripción que se hace del matrimonio como “íntima
comunidad de vida y amor conyugal”.
La expresión “íntima
comunidad” y la referencia directa al “amor conyugal” son una clara expresión
de la perspectiva en la que se sitúa el Concilio. Esta “íntima comunidad”,
continua el Concilio, esta “fundada por el Creador y provista de leyes propias”
que no se especifican. El término “contrato” es sustituido por la palabra
“alianza” (foedus) de mayor relevancia bíblica y que hace referencia al
consentimiento matrimonial: “esta comunidad […] se establece con la alianza del
matrimonio, es decir, con un consentimiento personal irrevocable” (GS 48).
El Concilio hace compatible
estas nuevas expresiones con el lenguaje más tradicional: “Así, por el acto
humano con el que los cónyuges se entregan y aceptan mutuamente nace una
institución estable por ordenación divina, también ante la sociedad” (Ibíd). La
palabra “institución” es completada con el término “vínculo sagrado” que apunta
a la esencia del matrimonio: “este vínculo sagrado, con miras al bien tanto de
los cónyuges y de la prole como de la sociedad, no depende del arbitrio humano”
(Ibíd). Así pues, siguiendo el lenguaje del Concilio Vaticano II, por el
consentimiento matrimonial entre un hombre y una mujer (alianza) se ingresa en
una” institución” fundada por el Creador y que tiene “leyes específicas”.
Estas leyes hacen referencia
a la unidad y a la indisolubilidad, que se describen en el mismo párrafo: “Así
el hombre y la mujer, que por la alianza conyugal ya no son dos, sino una sola
carne (Mt 19,6), se prestan mutuamente ayuda y servicio mediante la unión
íntima de sus personas y sus obras, experimentando el sentido de la unidad y
lográndola más cada día. Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos
personas, como el bien de los hijos exige la fidelidad plena de los cónyuges y
urge su indisoluble unidad” (Ibíd). 10 11 Esta síntesis, como un mosaico
completo en el que se unen las palabras comunidad, alianza, amor conyugal,
institución y vínculo sagrado, es rematada por el Concilio con la siguiente
afirmación:
“El mismo Dios es el autor
del matrimonio al que ha dotado con varios bienes y fines, todo lo cual es
sumamente importante para la continuación del género humano, para el provecho
personal y la suerte eterna de cada miembro de la familia, para la dignidad,
estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad
humana” (Ibíd). Al hablar de los varios bienes y fines del matrimonio el
Concilio no los especifica ni los subordina, aunque los Padres conciliares
remiten en nota específica a San Agustín, santo Tomás y a la carta encíclica de
Pío XI “Casti connubii”.
En continuidad con la
doctrina católica, el Concilio destaca la llamada a la santidad de los esposos
que deriva del origen del matrimonio y de su condición de sacramento de la
nueva alianza: “Cristo, el Señor, ha bendecido abundantemente este amor
multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y construido a semejanza
de su unión con la Iglesia. Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo
salió al encuentro de su pueblo con una alianza de amor y fidelidad, ahora el
Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del
matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos.
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