¿Cómo podemos
llegar a ser santos, y amigos de Dios? A esta pregunta se puede responder ante
todo de forma negativa: para ser santos
no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas
excepcionales. Luego viene la respuesta
positiva: es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin
desalentarse ante las dificultades. “Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―,
que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me
sirve, el Padre le honrará”.
La santidad exige
un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del
hombre, es ante todo don de Dios.
Dice Jesús:
“Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que
tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los
artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia”. En realidad, el
bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús.
En la medida en que
acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también
nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta
posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja; con su ayuda, podemos
llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial.
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