La liturgia nos
invita a compartir el gozo celestial de los santos, a gustar su alegría. Los
santos no son una pequeña especie de elegidos, sino una muchedumbre innumerable,
hacia la que la liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada. En esa
muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también
los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir
con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni
el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como
astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios.
En la primera
lectura, el autor del libro del Apocalipsis los describe como “una muchedumbre
inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua”. Este
pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el
fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del
inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta
los testigos de Cristo de nuestro tiempo.
El significado de
la solemnidad de hoy es: al contemplar el luminoso ejemplo de los santos,
suscitar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir
cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo
significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia.