Después del tiempo
pascual, que concluyó el domingo pasado con Pentecostés, la liturgia ha vuelto
al «tiempo ordinario». Pero esto no quiere decir que el compromiso de los
cristianos deba disminuir; al contrario, al haber entrado en la vida divina
mediante los sacramentos, estamos llamados diariamente a abrirnos a la acción
de la gracia divina, para progresar en el amor a Dios y al prójimo. La
solemnidad de hoy, en cierto sentido recapitula la revelación de Dios
acontecida en los misterios pascuales: muerte y resurrección de Cristo, su
ascensión a la derecha del Padre y efusión del Espíritu Santo. La mente y el
lenguaje humanos son inadecuados para explicar la relación que existe entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y, sin embargo, los Padres de la Iglesia
trataron de ilustrar el misterio de Dios uno y trino viviéndolo en su propia
existencia con profunda fe.
La Trinidad divina,
en efecto, pone su morada en nosotros el día del Bautismo: «Yo te bautizo —dice
el padre— en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». El nombre de
Dios, en el cual fuimos bautizados, lo recordamos cada vez que nos santiguamos
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