Pecador me concibió mi madre |
A
través de los Sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora,
todos lo sabemos, esta vida, nosotros la llevamos “en vasos de barro” (2 Cor 4,7), estamos todavía sometidos a la
tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso
perder la nueva vida.
Por
esto, el Señor Jesús, ha querido que la Iglesia continúe su obra de salvación
también hacia sus propios miembros, en particular, con el Sacramento de la
Reconciliación y el de la Unción de los enfermos, que pueden estar unidos bajo
el nombre de “Sacramentos de sanación”.
El sacramento de la reconciliación es un sacramento de sanación. Cuando yo voy
a confesarme, es para sanarme: sanarme el alma, sanarme el corazón por algo que
hice no está bien. El ícono bíblico que los representa mejor, en su profundo
vínculo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el
Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y de los cuerpos (Mc
2,1-12 / Mt 9,1-8; Lc 5,17-26).
El
Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación – nosotros lo llamamos también
de la Confesión - brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma
tarde de Pascua el Señor se apareció a los discípulos, encerrados en el
cenáculo, y luego de haberles dirigido el saludo “¡Paz a ustedes!”, sopló sobre ellos y les dijo: “Los pecados serán perdonados a los que
ustedes se los perdonen” (Jn. 20,21-23). Este pasaje nos revela la dinámica
más profunda que está contenida en este Sacramento. Sobre todo, el hecho que el
perdón de nuestros pecados no es algo que podemos darnos nosotros mismos: yo no
puedo decir: “Yo me perdono los pecados”;
el perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos perdón a Jesús.
El
perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino es un regalo, es don del
Espíritu Santo, que nos colma de la abundancia de la misericordia y la gracia
que brota incesantemente del corazón abierto del Cristo crucificado y
resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar
en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente
en paz. Y esto lo hemos sentido todos, en el corazón, cuando vamos a
confesarnos, con un peso en el alma, un poco de tristeza. Y cuando sentimos el
perdón de Jesús, ¡estamos en paz! Con aquella paz del alma tan bella, que sólo
Jesús puede dar, ¡sólo Él!
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