martes, 25 de febrero de 2014

VIVIR EL EVANGELIO EN FAMILIA


Una fe sin obras, nos recuerda la Carta de Santiago, es estéril. No entra en el Reino de los cielos el que dice “Señor, Señor”, sino el que cumple la Voluntad del Padre.

La familia que reza, la familia que estudia su fe, también sabe vivir aquello que ha llevado a la oración, busca aplicar lo que ha conocido gracias a la bondad del Padre que nos ha hablado en su Hijo.

Si en la familia los padres se aman profundamente, si saben darse el uno al otro como Cristo se dio por la Iglesia, si saben perdonar hasta 70 veces 7, si confían en la Providencia más que en las cuentas del banco, si ayudan al peregrino, al hambriento, al sediento, al desnudo, al enfermo, al encarcelado, los hijos habrán encontrado en la familia un auténtico “Evangelio vivo”.

¿De qué manera puede conocer un hijo cómo se vive el Evangelio si ve en sus padres rencillas, malas palabras, afición por el dinero, críticas continuas a otros familiares o conocidos? Al revés, el hogar en el que Cristo ha entrado realmente en los corazones se convierte en un continuo testimonio de aquella caridad que nos plasmó el Espíritu Santo en “capítulo” que resulta no fácil se refiere a modos de comportarse y de vestir, a diversiones, a objetos de uso. La sociedad crea necesidades y los hijos sienten una presión enorme que les hace desear lo que tienen otros y hacer lo que “todos hacen”. Los padres de familia sabrán discernir entre cosas sanas (como deportes no peligrosos y capaces de promover un buen espíritu de equipo) y “necesidades” que son falsas y que pueden llevar a los hijos a la ruina personal, incluso a la triste desgracia del pecado. Luchar contra corriente puede parecer duro, pero vale la pena si tenemos ante los ojos el premio que nos espera: la amistad con Cristo.

El segundo ámbito para vivir evangélicamente surge cuando la familia se abre a los demás. Tratamos con personas muy distintas en las mil encrucijadas de la vida. El corazón que aprende a vivir como cristiano descubre en cada uno la presencia del Amor del Padre, el deseo de Cristo de acogerlo en el número de los amigos, la acción del Espíritu Santo que susurra en los corazones y que los guía hacia la Verdad completa.

Un cristiano necesita ver a todos “con los ojos de Cristo” (cf. Benedicto XVI, encíclica “Deus caritas est” n. 18). Porque lo que se hace al hermano más pequeño es hecho al mismo Cristo. Porque todos estamos invitados a ofrecer y a recibir cariño. Porque no hay amor más grande que el de dar la vida los unos por los otros.


En el V Encuentro Mundial de las Familias que tuvo lugar en Valencia (España), el Papa Benedicto XVI recordaba que “transmitir la fe a los hijos, con la ayuda de otras personas e instituciones como la parroquia, la escuela o las asociaciones católicas, es una responsabilidad que los padres no pueden olvidar, descuidar o delegar totalmente” (Benedicto XVI, 8 de julio de 2006).  El Papa añadía, de un modo muy hermoso y comprometedor, que “la criatura concebida ha de ser educada en la fe, amada y protegida. Los hijos, con el fundamental derecho a nacer y ser educados en la fe, tienen derecho a un hogar que tenga como modelo el de Nazaret y sean preservados de toda clase de insidias y amenazas”.

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