Jesús nos
recuerda la apertura de espíritu, el corazón católico, universal, que no
confunde la unidad con la uniformidad. “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera
profeta y recibiera el espíritu del Señor!”, contesta Moisés a Josué. Y Jesús a
los suyos, cuando quisieron prohibirle a uno su actuación porque “no es de los
nuestros”, les dijo: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi
nombre no puede hablar mal de mí”.
A veces,
esta mentalidad se concreta en desacreditar instituciones de la Iglesia que se
dedican sólo a la oración y la penitencia en un monasterio, o al estudio, al
cuidado de los ancianos y enfermos, a la enseñanza, a los pobres, a los
cautivos..., siguiendo el espíritu que cada familia religiosa o cada persona ha
recibido de Dios. El espíritu sopla donde quiere, dice el Señor. No pretendamos
encerrar el viento porque es imposible. Si entendemos bien lo que es la Iglesia
y tenemos el espíritu de Cristo, nos alegraremos de que el Señor sea anunciado
de formas tan diversas, expresando, la catolicidad de la Iglesia.
La Iglesia
es un gran cuerpo en el que Cristo es la cabeza, nosotros sus miembros y quien
lo anima es el Espíritu Santo. “He ahí al Cristo total, cabeza y cuerpo, uno
solo formado de muchos... Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es
Cristo el que habla”, afirma S. Agustín.
La Iglesia
es una realidad querida por Dios de una riqueza imposible de encerrar en una
imagen. La Iglesia es redil cuya única puerta es Cristo, es labranza o campo de
Dios; es construcción de Dios de la que Cristo es la piedra angular y nosotros
piedras vivas; es familia, es templo...
El señor
nos habla también hoy sobre el escándalo, y pronuncia severas palabras a
propósito de la mano, del pie y del ojo humano, cuando se convierten en causa
de pecado.
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