“¡No llores!”, dijo
Jesús conmovido por el dolor de esta viuda que iba a enterrar a su hijo único
y, con él, todo lo que humanamente era su apoyo en este mundo. Las viudas
solían estar en aquel tiempo abandonadas a la generosidad de la familia y del
pueblo.
Puede ocurrir que así
como en la infancia los hijos no pueden valerse por sí mismos, en la ancianidad
sean los padres quienes necesiten la ayuda de sus hijos. En estos casos es de
justicia el que esos hijos –incluso los casados– no regateen a sus padres la ayuda
a sus padres. El deber de atender a los padres cuando no pueden valerse por sí
mismos o se encuentran solos, obliga gravemente no sólo por razones de piedad y
caridad sino por exigencia indeclinable de la misma ley natural.
La triste comitiva se
tropieza con Jesús que se ve hondamente afectado por el dolor de esta
desconsolada mujer. “Se compadeció de ella”, comenta S. Lucas, y le dijo: “No
llores”. Palabras de consuelo pero también de solidaridad de parte de Jesús con
el sufrimiento humano.
Queridos hermanos
este gesto de Jesús nos tiene que llevar a nosotros como cristianos a dar
testimonio, demostrar a los demás las mismas actitudes de Dios cuando visita a
su pueblo: la cercanía, la compasión, la capacidad de devolver la esperanza.
¡Levántate! Cuántas
veces y en cuantas ocasiones los hombres necesitan que se les repita esta
invitación. Levántate tú que estás desilusionado, levántate tú que ya no tienes
esperanza, levántate tú que te has acostumbrado a una vida gris, y ya no crees
que se puede conseguir algo nuevo; levántate porque Dios va a hacer “nuevas
todas las cosas”.
Levántate tú que has
perdido la confianza en llamar a Dios “abba” papá: levántate tú, a quien la
vida parece haberte negado mucho; levántate cuando te sientas excluido,
abandonado, marginado; levántate porque Cristo te ha manifestado su amor y
tiene reservada para ti una inesperada posibilidad de realización y
solidaridad. ¡Levántate y como el hijo de la viuda de Naim empezarás a hablar y
tu voz podrá dar gracias por siempre.
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