Al terminar el primer mes
del año quiero dedicar esta entrada a nuestra Madre y el amor que nos tiene y
sin lugar a duda el amor que nosotros también lo tenemos como sacerdotes.
Como nos recuerda el
Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros, n. 84 – 86, como a
Juan al pie de la Cruz, a cada presbítero se le encomienda de modo especial a
María como Madre (cfr. Jn 19, 26-27). La acogemos como nuestra madre santísima,
por la relación esencial entre María y el sacerdocio de Cristo y entre ella y
nuestro sacerdocio, que nos conduce a Cristo y nos ayuda a amar a la Iglesia.
Como madre, María sabe modelar el corazón sacerdotal, protegerlo de los
peligros, cansancios y desánimos. Ella vela, con solicitud materna, para que el
presbítero pueda crecer en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los
hombres.
Movidos por el amor a Ella
y por sus virtudes, la veneramos como madre de Dios y madre nuestra y la imitamos
como nuestro modelo de vida para ser ministros humildes, obedientes y castos,
que puedan dar testimonio de caridad a través de la donación total al Señor y a
la Iglesia. La imitamos, en especial, como mujer “eucarística” con toda su
vida. La tenemos siempre como nuestra compañera en nuestra vida y en nuestro
ministerio pastoral.
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