En estos últimos
domingos, la liturgia nos invita a meditar en los novísimos (últimos) del
hombre, en su destino más allá de la muerte. En la Primera lectura de hoy el
profeta Malaquías nos habla con fuertes acentos de los últimos tiempos: Mirad que llega el día, ardiente como un
horno. Y Jesús nos recuerda en el Evangelio que hemos de estar alerta ante
su llegada al fin del mundo: Cuidado que nadie los engañe.
Algunos cristianos de
la primitiva Iglesia juzgaron como inminente esta llegada gloriosa de Cristo.
Pensaron que el fin de los tiempos estaba cerca y por eso, descuidaron su
trabajo y andaban muy ocupados en no hacer nada. Por eso, San Pablo les llama
la atención, y les recomienda que trabajen para ganarse el pan.
Además, el cristiano
convierte su trabajo en oración si busca la gloria de Dios y el bien de los
hombres en lo que está realizando, si pide ayuda al comenzar su tarea, en las
dificultades que se presentan, si da gracias después de concluido un asunto, al
terminar la jornada. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al
amor.
El Evangelio nos
habla de la última venida del Hijo del hombre. Se acerca el final del año
litúrgico y la Iglesia nos presenta la parusía, y al mismo tiempo quiere que
pensemos en nuestro fin: muerte, juicio, infierno o cielo. El fin de un viaje
condiciona su realización. Si escoges el cielo, habrás de ser coherente con la
Gloria que quieres conquistar. Siempre, libremente. Al infierno no va nadie por
la fuerza; ni al cielo. Dios es justo y da a cada uno lo que se ha ganado, ni
más ni menos. No castiga ni premia injustamente. Respeta nuestra libertad. Sin
embargo, hay que tener presente que al salir de este mundo la libertad ya no
podrá escoger.
«Morir en pecado
mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios,
significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre
elección» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1033).