Es
cierto que en 1973 la homosexualidad fue extraída del “Diagnostic and
Statistical Manual of Mental Disorders” (DSM), pero hay que decir que aquello
constituyó uno de los episodios más deprimentes de los anales de la medicina
moderna. Fue relatado ampliamente por uno de sus protagonistas, Ronald Bayer,
conocido simpatizante de la causa gay, y es un buen ejemplo de cómo la
militancia política puede llegar a interferir y alterar el discurso científico.
Durante los años previos a esa decisión se sucedieron repetidos intentos de
influir en los congresos de psiquiatría mediante insultos, amenazas, boicots y
otros modos de presión por parte de de activistas gays. El obstruccionismo a
las exposiciones de los psiquiatras fue en aumento hasta llegar a tomar la
forma de una auténtica declaración de guerra. La victoria final fue para el
lobby gay, aunque hay que decir que a pesar de la propaganda y de las
presiones, la aprobación de la exclusión de la homosexualidad del DSM no obtuvo
más que el 58 % de los votos.
Era una mayoría cualificada para una decisión
política, pero un tanto sobrecogedora para dar por zanjado un análisis
científico de un problema médico. Se piense lo que se piense al respecto –y la
falta de unanimidad médica debería ser una buena razón para optar por la
prudencia en cuanto a las opiniones tajantes–, la verdad es que la
controvertida decisión final que afirmaba que la homosexualidad no era un
trastorno psicológico estuvo más basada en la acción política que en una
consideración científica.
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