El profeta ha abierto con confianza su alma a Dios y se ha quejado. La misión que le ha confiado sólo le trae desgracias. Cuando Jeremías proclama la palabra de Dios no escucha más respuesta que las acusaciones y calumnias de la gente. Le gustaría olvidarse de todo, pero no puede, pues Dios es «como fuego abrasador» que le enciende en su interior.
En medio de tamaño dolor brilla y vence el celo por el Señor. En efecto, al igual que le sucede a Jeremías, quienes han experimentado el amor de Dios no pueden contener el afán de hablar de Él a quienes no lo conocen, o se han olvidado del Señor. Las palabras del profeta reflejan la confianza en que Dios no le dejará. Jeremías no abandonó su misión, sino que perseveró en ella hasta el final de sus días. El reconocimiento de su debilidad y la posterior fidelidad son como un anticipo de lo que el Señor manifestó a San Pablo cuando éste también se encontraba en graves dificultades: «La fuerza se perfecciona en la flaqueza».
San Pablo enseña dos
cosas; la Gracia y la vida, pecado y muerte. a) el pecado de Adán y sus
consecuencias, entre ellas, la muerte, que afecta a todos los hombres y la
gracia como frutos de la Redención de Cristo.
Este pasaje San Pablo
nos revela que, a la luz de la muerte y resurrección de Cristo, podemos conocer
que todos estamos implicados en el pecado de Adán, «que se trasmite, juntamente
con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación y que es propio en
cada uno» (CEC, n. 419). Así como el pecado entró en el mundo por obra de quien
representaba a toda la humanidad, así también la justicia nos llega a todos por
un solo hombre, por el «nuevo Adán», Jesucristo, «el primogénito de toda
criatura», «cabeza del cuerpo, que es la Iglesia» Cristo, por su obediencia a
la voluntad del Padre, se contrapone a la desobediencia de Adán, devolviéndonos
la felicidad y la vida eterna que habíamos perdido. Porque donde abundó el
pecado, sobreabundó la gracia.
La existencia del
pecado original es verdad de fe. El Papa Pablo VI lo volvió a proclamar:
«Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original
cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un
estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa (Credo del
Pueblo de Dios, n. 16).
En el Evangelio se recoge
un conjunto de instrucciones y advertencias sobre el modo de llevar a cabo la
propagación del Evangelio: son como un protocolo de la misión. Se refieren no
sólo a los Apóstoles, sino a todos los discípulos de Cristo que en el desempeño
de su tarea habrán de sufrir contradicciones y persecuciones como Él mismo las
padeció, pues «no está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por
encima de su señor» (Mt 10,24).
Y nos dice el Señor;
«No les tengan miedo». Jesús invita a la confianza en la paternal providencia
de Dios, de la que habló extensamente en el Discurso de la Montaña. Ahora lo
hace en el contexto de las persecuciones que esperan a sus discípulos, pero a
las que no debemos temer. «Si los pajarillos, que son de tan bajo precio, no
dejan de estar bajo providencia y cuidado de Dios, Pero esta providencia está
en el marco de una misión: hay que confesar a Cristo y hacerlo en voz alta,
para que su verdad llegue hasta el último rincón del mundo.
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