Los casados están llamados
a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un
grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su
hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación
de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por
asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la
comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos
cristianos deben sobrenaturalizar.
La fe y la esperanza
se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o
grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera
en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará
a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír,
olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar
al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y
comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría
convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que
está compuesta la convivencia diaria.
Santificar el hogar
día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se
trata. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes
cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la
prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría...
Hablando del matrimonio, de la vida matrimonial, es necesario comenzar con una
referencia clara al amor de los cónyuges.
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