María no aparece muchas
veces en el Nuevo Testamento; pero si prestamos atención, no falta en ninguno
de los tres momentos decisivos de la historia de la salvación que son: la
Encarnación, la Pascua y Pentecostés; María está junto a la cuna en Belén, está
junto a la cruz en el Calvario y está en el Cenáculo en el momento de la venida
del Espíritu Santo.
“Envió Dios a su Hijo,
nacido de mujer”. Todo hombre tiene una madre que lo ha concebido en
su seno. Pero el Altísimo al dar la persona divina de su Hijo para ser envuelta
en el seno de una mujer y ésta le permitiera hacerse hombre, eleva esa
maternidad a una dignidad casi infinita. María alumbró al hijo más perfecto que
pudiera nacer. La maternidad divina de María nos lleva al corazón del misterio
cristiano. Como se declaró en el 2º C. de Constantinopla, no es que un ser
humano naciera de María y, luego, descendiera el Verbo a tal hombre, sino que
fue del seno de María de donde nació el Verbo hecho hombre.
El título de Madre de Dios
lo encontramos en esa oración que se remonta al año 300 y que todavía hoy
rezamos: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desoigas
nuestras súplicas...
María es aquella Mujer
prometida en el paraíso; la Mujer de las bodas de Caná; la Mujer del Calvario;
la Mujer del Apocalipsis; la que reúne en torno suyo a sus hijos para orar,
preparando así la venida del Espíritu Santo. Ella ha introducido lo humano en
el Reino de los Cielos el día de la Ascensión de su Hijo. Ella misma fue
llevada en cuerpo y alma a los cielos con gran alegría de los ángeles.
La Madre de Dios |
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