San Francisco, fiel a la
Escritura, nos propone reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el
cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad: «A
través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se conoce por analogía
al autor» (Sb 13,5), y «su eterna potencia y divinidad se hacen visibles para
la inteligencia a través de sus obras desde la creación del mundo» (Rm 1,20).
Por eso, él pedía que en el convento siempre se dejara una parte del huerto sin
cultivar, para que crecieran las hierbas silvestres, de manera que quienes las
admiraran pudieran elevar su pensamiento a Dios, autor de tanta belleza. LS, no.
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