Tanto en la vida de la Iglesia como en la nuestra se desata
en ocasiones una tormenta que amenaza con hundirla como a la barca de Pedro. O como la vida de Job, nos visita el dolor, la
desgracia; cuando la muerte nos quita a un ser querido; cuando sentimos la
mordedura de la injusticia, la traición de colaboradores y amigos; cuando la
Iglesia y su misión redentora del mundo es azotada por el mar enfurecido de las
críticas y las burlas y parece que Dios duerme ajeno al peligro, brota esta
queja: “¿Señor, no te importa que nos hundamos?”. Pues tenemos al Señor en cada
capilla de Adoración Perpetua, que nos dice siempre: “No tengas miedo”.
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