En
aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó
del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el
desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que
crea en Él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su
Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida
eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino
para que el mundo se salve por Él».
«Para
que todo el que crea en Él tenga vida eterna» Hoy, el Evangelio es una
profecía, es decir, una mirada en el espejo de la realidad que nos introduce en
su verdad más allá de lo que nos dicen nuestros sentidos: la Cruz, la Santa
Cruz de Jesucristo, es el Trono del Salvador. Por esto, Jesús afirma que «tiene
que ser levantado el Hijo del hombre» (Jn 3,14).
Bien sabemos que la cruz
era el suplicio más atroz y vergonzoso de su tiempo. Exaltar la Santa Cruz no
dejaría de ser un cinismo si no fuera porque allí cuelga el Crucificado. La
cruz, sin el Redentor, es puro cinismo; con el Hijo del Hombre es el nuevo
árbol de la Sabiduría. Jesucristo, «ofreciéndose libremente a la pasión» de la
Cruz ha abierto el sentido y el destino de nuestro vivir: subir con Él a la
Santa Cruz para abrir los brazos y el corazón al Don de Dios, en un intercambio
admirable.
También aquí nos conviene
escuchar la voz del Padre desde el cielo: «Éste es mi Hijo (...), en quien me
he complacido» (Mc 1,11). Encontrarnos crucificados con Jesús y resucitar con
Él: ¡he aquí el porqué de todo! ¡Hay esperanza, hay sentido, hay eternidad, hay
vida! No estamos locos los cristianos cuando en la Vigilia Pascual, de manera
solemne, es decir, en el Pregón pascual, cantamos alabanza del pecado original:
«¡Oh!, feliz culpa, que nos has merecido tan gran Redentor», que con su dolor
ha impreso “sentido” al dolor.
«Mirad el árbol de la
cruz, donde colgó el Salvador del mundo: venid y adorémosle» (Liturgia del
Viernes Santo). Si conseguimos superar el escándalo y la locura de Cristo
crucificado, no hay más que adorarlo y agradecerle su Don. Y buscar
decididamente la Santa Cruz en nuestra vida, para llenarnos de la certeza de
que, «por Él, con Él y en Él», nuestra donación será transformada, en manos del
Padre, por el Espíritu Santo, en vida eterna: «Derramada por vosotros y por
todos los hombres para el perdón de los pecados».
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si te gustó el artículo, déjame tu comentario.