El mundo tiene
tanta necesidad de compasión y la fiesta de hoy nos da una lección de compasión
verdadera y profunda. María sufre por
Jesús, pero sufre también con Él y el dolor de los hombres es participación en
la pasión de Cristo.
La liturgia nos
hace leer en la carta a los hebreos los sentimientos del Señor en su pasión:
“ofreció oraciones y súplicas, con fuertes voces y lágrimas, a aquel que podía
librarlo de la muerte”. La pasión de
Jesús quedó impresa en el corazón de la madre porque estás fuertes voces y
lágrimas la han hecho sufrir. Pero el
deseo de que Él fuera salvado de la muerte debió ser en ella aún más fuerte que
en Jesús, porque una madre desea más que el hijo, su salvación. Al mismo tiempo ella se ha unido a la piedad
de Jesús, y está como Él, sometida a la voluntad del Padre.
Por esto la
compasión de María es verdadera: porque verdaderamente tomó sobre sí el dolor
del Hijo y ha aceptado con Él la voluntad del Padre, en una obediencia que
termina en la verdadera victoria sobre el sufrimiento.
Nuestra compasión muy
frecuentemente es superficial, no es siempre llena de fe como aquella de María.
Nosotros fácilmente vemos en el sufrimiento
de los otros la voluntad de Dios, pero no sufrimos de verdad con los que
sufren.
Pidamos a nuestra
Madre que una
en nosotros estos dos
sentimientos que forman
la compasión verdadera: el deseo de que todos
aquellos que sufren experimenten la victoria sobre el propio sufrimiento y al
mismo tiempo experimentar una profunda obediencia a la voluntad de Dios, que es
siempre voluntad de amor.
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