Hoy el evangelio de san
Lucas presenta la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. El rico
personifica el uso injusto de las riquezas por parte de quien las utiliza para
un lujo desenfrenado y egoísta, pensando solamente en satisfacerse a sí mismo,
sin tener en cuenta de ningún modo al mendigo que está a su puerta. El pobre,
al contrario, representa a la persona de la que solamente Dios se cuida: a
diferencia del rico, tiene un nombre, Lázaro, abreviatura de Eleázaro
(Eleazar), que significa precisamente “Dios le ayuda”.
A quien está olvidado de
todos, Dios no lo olvida; quien no vale nada a los ojos de los hombres, es
valioso a los del Señor. La narración muestra cómo la iniquidad terrena es
vencida por la justicia divina: después de la muerte, Lázaro es acogido “en el
seno de Abraham”, es decir, en la bienaventuranza eterna, mientras que el rico
acaba “en el infierno, en medio de los tormentos”. Se trata de una nueva situación
inapelable y definitiva, por lo cual es necesario arrepentirse durante la vida;
hacerlo después de la muerte no sirve para nada.
Esta parábola nos dice dos
cosas: la primera es que Dios ama a los pobres y les levanta de su humillación;
la segunda es que nuestro destino eterno está condicionado por nuestra actitud;
nos corresponde a nosotros seguir el camino que Dios nos ha mostrado para
llegar a la vida, y este camino es el amor, no entendido como sentimiento, sino
como servicio a los demás, en la caridad de Cristo.
“La pobreza, afirma S.
Agustín, no condujo a Lázaro al Cielo, sino su humildad; y las riquezas no
impidieron al rico entrar en el eterno descanso, sino su egoísmo y su
insensibilidad”.
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