Las
hubo desde el comienzo: el primer Concilio de Jerusalén, al que asistieron los
Apóstoles, resolvió la cuestión judaizante: a los cristianos no se debía
imponer la ley de Moisés. Después del “edicto de Milán”, los seguidores de un
tal Donato rechazaban al obispo de Cartago y habían puesto otro en su lugar. Pronto hubo tantos obispos donatistas como católicos en toda África y Numidia.
Gracias a la mediación del emperador Constantino se logró un acuerdo que poco a
poco puso orden en la Iglesia. Más grave aún fue la controversia que se originó
por la predicación de Arrio, presbítero de Alejandría, quien sostenía que el
Hijo era inferior al Padre y por tanto no era Dios sino una criatura suya,
aunque ciertamente la más excelsa.
De gran brillantez, Arrio arrastró a muchos obispos a su parecer
y aunque la herejía fue condenada desde el comienzo, se extendió. Por fin se
convocó un Concilio ecuménico en Nicea
(325) que definió la igualdad del Hijo y el Padre (consubstancial al
Padre); pero el arrianismo intrigó y luchó durante más de cincuenta años, pues
los emperadores orientales los favorecían.
San Atanasio, obispo de Alejandría,
gran defensor de la verdad, fue desterrado numerosas veces de su sede. Por fin,
gracias al trabajo de varios obispos entre los que destacó San Basilio el
Grande, se encontró el camino para aceptar las fórmulas de Nicea y se confirmó
en el segundo Concilio ecuménico de Constantinopla (381).
Muy bueno z, me hizo recordar las clases en el seminario. Los santos padres son una guia segura para la verdadera doctrina
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