Para empezar
tenemos que hacer una pregunta. ¿Cómo se convierte un hombre en testigo? El
primer presupuesto básico aparece claramente en el relato de la pesca, los
apóstoles regresan a tierra.
Hay un
desconocido en la orilla. Aquel discípulo a quien Jesús amaba lo reconoce: “Es
el Señor”. Pedro se levanta de un salto, se ciñe la túnica y se echa al agua,
para ir así más rápidamente a su encuentro.
El primer
presupuesto es, pues, que quien quiera ser testigo de Jesucristo tiene que
haberlo visto personalmente, tiene que conocerlo y reconocerlo. Y ¿cómo ocurre
esto? Ocurre, nos dice el Evangelio, porque el amor lo reconoce. Jesús está en
la orilla; al principio no lo reconocemos, pero le oímos a través de la voz de
la Iglesia.
Es él. Ahora
nos toca ponernos en pie, ir a buscarlo, acercarnos a él. En la escucha de la
Escritura, en el trato y frecuencia de los sacramentos, en el encuentro con él
en la oración personal, en el encuentro con aquellos cuya vida está henchida de
amor a Jesús, en las diferentes experiencias de nuestra vida y de múltiples
maneras nos encontramos con él, él nos busca y así aprendemos a conocerlo.
Acercarse a él
por múltiples caminos, aprender a verlo, tal es la primera y principal misión del estudio de la teología. Cuanto más lo conocemos, más cosa nos dicen
todas las palabras de la revelación y tanto más se convierten en caminos hacia
él y de él hacia los hombres. El
testigo, pues, debe ser algo antes de hacer algo. Debe ser amigo de Jesús para no
transmitir sólo conocimiento de segunda mano, sino para ser testigo verdadero.
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