El orgullo es un problema universal
que no se resuelve mientras cada uno de nosotros no reconozca que está
personalmente implicado en el asunto. «Si alguien quiere adquirir la humildad,
creo que puedo decirle cuál es el primer paso. El primer paso es darse cuenta
de que uno es orgulloso. Y este paso no es pequeño. Al menos, no se puede hacer
nada antes de darlo. Si pensáis que no sois vanidosos, es que sois vanidosos de
verdad».
El problema más fundamental en el
hombre consiste en no saber asumir sus carencias. Ante la propia limitación
caben tres actitudes posibles:
a) No aceptarla y hacerse creer que
no existe o que se podrá resolver con mero esfuerzo (optimismo ingenuo o
soberbia clásica)
b) Exagerar la propia flaqueza
y caer en una especie de complejo de inferioridad (pesimismo radical o falsa
modestia).
c) Reconocer la propia
limitación y buscar pacíficamente los medios para solucionarla (humildad).
Las dos primeras actitudes se
derivan del orgullo y se alejan de la verdad. La humildad, en cambio, es la
única actitud realista y verdadera.
Vale la pena afrontar los problemas
del yo, porque son la fuente de muchos quebraderos de cabeza. Casi todos los
disgustos provienen de buscar una complacencia para el propio yo. Y la soberbia
no genera sólo falta de paz interior, sino que enturbia también las relaciones
con los demás. «Los cristianos tienen razón: es el orgullo el mayor causante de
la desgracia en todos los países y en todas las familias desde el principio del
mundo.
Otros vicios pueden a veces acercar
a las personas: es posible encontrar camaradería y buen talante entre borrachos
o entre personas que no son castas. Pero el orgullo siempre significa
enemistad: es la enemistad. Y no sólo la enemistad entre hombre y hombre, sino
también la enemistad entre el hombre y Dios».
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