EL padre Fermín |
Al leer
estas palabras de nuestro Obispo una vez más me hace resonar las palabras del
Evangelio “Realmente lo amaba” cuando Jesús llora la muerte de su amigo Lázaro,
esto es lo que dijo Monseñor Gonzalo.
Desde la
muerte de mi padre, hace ya 13 años, ninguna muerte me ha golpeado tanto por
dentro como la del padre Fermín Ajtzalán. Lo conocí cuando llegué a Sololá en
el 2007. Era uno de los numerosos sacerdotes de esta diócesis, de los que
apenas conocía yo entonces a tres o cuatro. Estaba él entonces cubriendo la
cuasiparroquia -ni parroquia era todavía- de la Nueva Santa Catarina
Ixtahuacán, en la Cumbre de Alaska, a tres mil metros de altitud. Lo visité
allá, y lo empecé a conocer poco a poco.
Nativo de
Tecpán Guatemala, del caserío Panimacoc —justo atrás de
Katok—, venía de una familia cakchiquel sencilla y cristiana. Su padre murió en
el terremoto de 1976 dejando entonces una viuda y siete hijos pequeños. Fermín
tenía 6 años entonces. Estuvo en el seminario menor de Sololá, regentado en
aquel tiempo por los monjes benedictinos. Culminado su bachillerato siguió en
el seminario mayor y fue ordenado sacerdote en el 2000.
Atendió parroquias pobres y difíciles. Nunca ambicionó
estar en las mejores parroquias. Estaba contento de vivir entre los más
alejados, en las periferias existenciales que diría el papa Francisco. Donde
más tiempo estuvo fue en dos parroquias de climas extremos: en la bocacosta de
Sololá y en la Cumbre de Alaska. Era paciente, alegre, cercano a la gente, feliz
de servir, de compartir su fe y de ejercer su ministerio. En el presbiterio de
Sololá era hombre muy querido por su alegría, por su discreción, por su
capacidad de escucha, por su capacidad de apoyar a quien pasaba momentos
difíciles. Por diferentes circunstancias, ajenas a él, me tocó pedirle tres
veces que cambiara de parroquia.
Las tres veces le costó hacerlo pero las tres veces estuvo
disponible, con espíritu sacrificado, a dejar lugares y gentes queridas para ir
a una nueva experiencia. Hace cinco meses dejó su querida bocacosta para ir a
comenzar una parroquia naciente en el área rural de San Martín Jilotepeque. La
nueva parroquia llevaría el nombre del recién canonizado papa Juan XXIII. Tuve
la ocurrencia, bendita ocurrencia digo a posteriori, de posibilitarle viajar a
Roma para la canonización. Nunca había salido de Guatemala. Fue un viaje que
disfrutó y que a mi juicio fue un regalo a un hombre y un sacerdote ejemplar y
extraordinario en la sencillez de lo ordinario, del día a día. Gran deportista,
había subido todos los volcanes de Guatemala y había hecho grandes caminatas en
las que juntaba espíritu deportivo y honda vivencia religiosa.
Una enfermedad en pocos días le arrebató la vida y
falleció, con 44 años, el pasado domingo. Su última semana, crucificado entre
sueros en la cama de un hospital fue también un testimonio de hombre de fe y de
grandes virtudes que dejaron ejemplo entre todo el personal médico que lo
atendió.
Se nos fue Fermín, silenciosa y santamente, como había
vivido. Con discreción, humildad y alegría su paso por la tierra y su
ministerio fueron un raudal de bendiciones para todos los que lo conocimos.
Es, sin duda, un hombre de Dios.
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