Eso iría en contra de la
tradición más antigua, reconocida incluso por los orientales, que exigía a los
sacerdotes una perfecta continencia. En estas últimas décadas, un número
creciente de expertos en investigación histórica sostiene que la praxis de la
Iglesia en los primeros siglos admitió sacerdotes casados, pero a condición de
que, tras ser ordenados, viviesen en perfecta y perpetua continencia.
En efecto desde el
principio se intuía que el sacerdote debía estar libre de cualquier otro
vínculo para poder entregarse a la Iglesia con plenitud esponsal, según el
ejemplo de Cristo. De ahí que se pida a los candidatos casados la continencia
perfecta e incluso se prohibía la cohabitación con la esposa.
Por ejemplo, el Concilio
de Nicea I (325) estableció: “se prohíbe absolutamente
a los obispos, sacerdotes y diáconos, y en general a cualquier miembro del
clero, tener consigo una mujer, a menos de que se trate de su madre, de una
hermana, de una tía o de una persona que esté por encima de toda sospecha”.
En Oriente a partir del
sínodo bizantino de Trullo (691) se permitió el uso del matrimonio a los
clérigos casados mientras no ejercieran el servicio del altar, rebajando así la
evidencia del carácter totalizador de la dimensión esponsal del sacerdocio. Consecuentemente,
decayó en Oriente la celebración diaria de la Eucaristía por parte de los
sacerdote casados (pues, si no, habrían tenido que abstenerse siempre del uso
del matrimonio).
Recientemente, también la
Iglesia siro-malankar y siro-malabar han corroborado libremente la exigencia del
celibato para sus sacerdotes.
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