Mucha gente nunca tendrá que decidir si puede o no puede
perdonar a un asesino. Pero todos se enfrentan a diario, quizás muchas veces en
un solo día, con la necesidad de perdonar al esposo o esposa, a los hijos, a
los compañeros de trabajo. Y esta tarea no es menos importante.
“El árbol venenoso”, William Blake nos demuestra como el
resentimiento más pequeño puede florecer y producir un fruto mortal.
Yo estaba enojado con mi amigo:
expresé mi enojo; mi enojo se acabó.
Yo estaba enojado con mi enemigo:
me quedé callado, y mi enojo creció.
Y lo irrigué con temores,
de noche y en la mañana, con mis
lágrimas;
lo puse al sol con sonrisas,
y con suaves, engañosas astucias.
Creció día y noche,
hasta que dio una manzana;
mi enemigo la vio relucir un día,
y supo que era mía.
En mi jardín se metió
cuando la noche el tronco veló:
Contento hallé por la mañana,
estirado bajo el árbol, a mi enemigo.
Las semillas del árbol de Blake son los pequeños rencores de
la vida diaria. Si caen en corazón fértil, crecerán, y si se cuidan y nutren,
adquirirán vida propia. Puede que al principio sean pequeños, aparentemente
insignificantes, apenas perceptibles; no obstante hay que sobreponerse a ellos.
Blake nos enseña en los primeros dos versos qué fácil es: Tenemos que hacerle
frente a nuestro enojo y arrancarlo de raíz antes de que pueda crecer.
Es menos difícil perdonar a un desconocido que a una persona
conocida que goza de nuestra confianza. Por eso es tan difícil sobrellevar el desengaño
cuando hemos sido traicionados por compañeros o amigos íntimos que conocen
nuestros pensamientos más profundos, nuestras idiosincrasias y flaquezas
humanas; cuando se tornan contra nosotros, nos dejan atolondrados.
Muy pocas disputas tienen un solo lado. Pero en nuestro
orgullo vemos únicamente los pecados de los demás y cerramos los ojos ante las
faltas propias. A menos que seamos capaces de humillarnos, no podremos nunca
perdonar ni ser perdonados. Esta humillación es dolorosa, pero forma parte
inevitable de la vida. El perdón nos permite ir más allá del
dolor, sin negar su realidad, para alcanzar la alegría que
nace del amor.
No hay manera en que podamos gozar de una vida plena a menos
que estemos dispuestos una y otra vez a sufrir, a soportar la depresión y la desesperación,
el miedo y la ansiedad, la angustia y la tristeza, el enojo y la agonía de
perdonar, la confusión y la duda, la crítica y el rechazo. Una vida carente de
estas agitaciones emocionales será inútil, no solamente para nosotros mismos, sino
también para los demás. No podemos sanar si tratamos de evitar el sufrimiento.
La verdadera comunidad, ya sea con el cónyuge o en la
familia, con los hermanos y hermanas espirituales, o con los compañeros y
amigos, exige que revelemos nuestras almas los unos a los otros. C.S. Lewis va
más allá y dice que “amar significa ser vulnerable. Fuera del cielo, no hay
lugar donde se está completamente a salvo de los peligros y perturbaciones que
trae consigo el amor.”
Ya hemos visto adonde nos lleva el cultivar pequeñas
rencillas. Ese cultivo casi siempre toma la forma del chisme. Nos quejamos de
nuestras heridas para que nos tengan lástima, echando leña al fuego y
difundiendo nuestros rencores aún más. Si echamos un vistazo a la sociedad de
hoy, a nuestros hogares y escuelas, a los hospitales y a las iglesias, a las
oficinas y a las fábricas, es fácil ver los efectos devastadores del chisme:
las horas de trabajo perdidas y la disminución de la productividad, la tensión
nerviosa y el agotamiento, hasta el suicidio.
¿Cómo se puede vencer este mal?
Por difícil que sea, la única forma de deshacernos del enojo
y liberarnos de los sentimientos reprimidos de una manera honesta es hablar franca
y directamente.
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