La mundanidad “es el enemigo”. El “vivir
según los “valores” del mundo”– lo que “tanto agrada al demonio”. Por lo demás
“cuando pensamos en nuestro enemigo pensamos primero en el demonio, porque es
justamente el que nos hace mal”.
“Un ejemplo de mundanidad” es el
administrador que nos habla el evangelio de hoy. “Alguno de nosotros podrá
decir: pero este hombre hizo lo que hacen todos”. En realidad “¡todos no!”;
éste es el modo de actuar de “algunos administradores, administradores de
empresas, administradores públicos, algunos administradores del gobierno. Quizá
no son tantos”. En concreto “es un poco la actitud del camino más breve, más
cómodo para ganarse la vida”. El hábito de los sobornos es un hábito mundano y
fuertemente pecador”. Ciertamente es una actitud que no tiene nada que ver con
Dios.
En efecto, “Dios nos ha mandado: llevar
el pan a casa con nuestro trabajo honesto”. En cambio, “este administrador daba
de comer a sus hijos pan sucio. Y sus hijos, tal vez educados en colegios
costosos, tal vez crecidos en ambientes cultos, lo habían recibido de su papá
como comida sucia. Porque su papá llevando pan sucio a casa había perdido la
dignidad. Y esto es un pecado grave”. Quizás “se comienza con un pequeño
soborno, pero es como la droga”. Incluso si el primer soborno es “pequeño,
después viene el otro y el otro: y se termina con la enfermedad de la adicción
a los sobornos”.
Estamos ante “un pecado muy grave porque
va contra la dignidad. Esa dignidad con la que somos ungidos con el trabajo. No
con el soborno, no con esta adicción a la astucia mundana. Cuando leemos en los
periódicos o vemos en el televisor a uno que escribe o habla de la corrupción,
tal vez pensamos que la corrupción es una palabra. Corrupción es esto: es no
ganar el pan con dignidad”.
El administrador infiel es un hombre que
se aprovechaba del oficio para robar a su amo. Era un simple administrador, y
actuaba como el amo. Conviene que tengamos presente:
1) Los bienes materiales son realidades
buenas, porque han salido de las manos de Dios. Por tanto, los hemos de amar.
2) Pero no los podemos “adorar” como si
fuesen Dios y el fin de nuestra existencia; hemos de estar desprendidos de
ellos. Las riquezas son para servir a Dios y a nuestros hermanos los hombres;
no han de servir para destronar a Dios de nuestro corazón y de nuestras obras:
«No podéis servir a Dios y al dinero».
4) No podemos caer en la avaricia; hemos
de practicar la caridad, que es una virtud cristiana que hemos de vivir todos,
los ricos y los pobres, cada uno según sus circunstancias. ¡Hemos de dar a los
otros!
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