domingo, 30 de septiembre de 2018

NO SE LO IMPIDAN DICE EL SEÑOR



La Primera lectura recoge el pasaje del Antiguo Testamento en el que Dios, por medio de Moisés, que no se sentía con fuerzas para llevar solo la carga de todo el pueblo, separó algo del espíritu que él poseía y lo pasó a los setenta ancianos. Éstos, que se habían congregado en torno a la Tienda de la Reunión, comenzaron enseguida a profetizar. Pero dos de ellos, llamados Eldad y Medad, aunque estaban en la lista no habían acudido a la Tienda, pero el espíritu se posó sobre ellos y se pusieron a profetizar en el campamento. Entonces se acercó Josué a Moisés para que se lo prohibiera. La reacción de Moisés había sido profética: ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!
El Evangelio nos relata un suceso en cierto modo similar. Juan se acercó a Jesús para decirle que habían visto a uno que echaba demonios en su nombre. Como no era del grupo que acompañaba al Maestro, se lo habían prohibido. Jesús contestó a los suyos: No se lo impidan, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de Mí.
Jesús reprueba la intolerancia y la mentalidad exclusivista y estrecha de los discípulos, y les abre el horizonte y el corazón a un apostolado universal, variado y distinto. Los cristianos no tenemos la mentalidad de partido único, que llevaría a rechazar formas apostólicas distintas de las que uno, por formación y modo de ser, se siente llamado a realizar. La única condición –dentro de esta gran variedad de modos de llevar a Cristo a las almas– es la unidad en lo esencial, en aquello que pertenece al núcleo fundamental de la Iglesia. San Juan Pablo II, señala algunos criterios PRIMERO la primacía que se debe dar a la llamada de cada fiel a la santidad, de ser instrumentos de santidad en la Iglesia. SEGUNDO, es el apostolado, proclamar la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia que la interpreta auténticamente.

sábado, 29 de septiembre de 2018

MISIÓN DE LOS ÁNGELES



Los ángeles son seres espirituales creados por Dios por una libre decisión de su Voluntad divina. Son seres inmortales, dotados de inteligencia y voluntad. Debido a su naturaleza espiritual, los ángeles no pueden ser vistos ni captados por los sentidos.

En algunas ocasiones muy especiales, con la intervención de Dios, se han visto y oído materialmente. La reacción de las personas al verlos u oírlos ha sido de asombro y de respeto. Por ejemplo, los profetas Daniel y Zacarías. En el siglo IV, el arte religioso representó a los ángeles con forma de figura humana. En el siglo V, se le añadieron las alas, como símbolo de su prontitud en realizar la Voluntad divina y en trasladarse de un lugar a otro sin la menor dificultad.

En la Biblia encontramos algunos motivos para que los ángeles sean representados como seres brillantes, de aspecto humano y alados. Por ejemplo, el profeta Daniel escribe que un "ser que parecía varón" -se refería al arcángel Gabriel- volando rápidamente, vino a él (Daniel 8, 15-16; 9,21). Y, en el libro del Apocalipsis, son frecuente las apariciones de ángeles que claman, tocan las trompetas, llevan mensajes o son portadores de copas e incensarios; otros que suben, bajan o vuelan; otros que están de pie en cada uno de los cuatro puntos cardinales de la tierra o junto al trono del Cordero, Cristo.

La misión de los ángeles es amar, servir y dar gloria a Dios, ser mensajeros y cuidar y ayudar a los hombres. Ellos están constantemente en la presencia de Dios, atentos a sus órdenes, orando, adorando, vigilando, cantando y alabando a Dios y pregonando sus perfecciones. Se puede decir que son mediadores, custodios, guardianes, protectores y ministros de la justicia divina.

La presencia y la acción de los ángeles aparece a lo largo del Antiguo Testamento, en muchos de sus libros sagrados. Aparece frecuentemente, también, en la vida y enseñanzas de Nuestro Señor, Jesucristo, en la Carta de san Pablo, en los Hechos de los Apóstoles y, principalmente, en el Apocalipsis.

Con la lectura de estos textos, podemos descubrir algo más acerca de los ángeles: nos protegen, nos defienden físicamente y nos fortalecen al combatir las fuerzas del mal. Luchan con todo su poder por y con nosotros. Como ejemplo, está la milagrosa liberación de San Pedro que pudo huir de la prisión ayudado por un ángel (Hechos 12, 7 y siguientes). También, aparece un ángel deteniendo el brazo de Abraham, para que no sacrificara a su hijo, Isaac.

Los ángeles nos comunican mensajes importantes del Señor en determinadas circunstancias de la vida. En momentos de dificultad, se les puede pedir luz para tomar una decisión, para solucionar un problema, actuar acertadamente y para descubrir la verdad. Por ejemplo, tenemos las apariciones a la Virgen María, a San José y a Zacarías. Todos ellos recibieron mensajes de los ángeles. Los ángeles cumplen, también, las sentencias de castigo del Señor, como el castigo a Herodes Agripa (Hechos de los Apóstoles) y la muerte de los primogénitos egipcios (Exódo 12, 29).

Los ángeles presentan nuestras oraciones al Señor y nos conducen a Él. Nos acompañan a lo largo de nuestra vida y nos conducirán, con toda bondad, después de nuestra muerte, hasta el trono de Dios para nuestro encuentro definitivo con Él. Este será el último servicio que nos presten, pero el más importante. 

El arcángel Rafael dice a Tobías: "Cuando ustedes oraban, yo presentaba sus oraciones al Señor", (Tob 12, 12 - 16). Ellos nos animan a ser buenos pues ven continuamente el rostro de Dios y también ven el nuestro. Debemos tener presentes las inspiraciones de los ángeles para saber obrar correctamente en todas las circunstancias de la vida. "Los ángeles se regocijan cuando un pecador se arrepiente", (Lucas 15, 10).

Cfr: Catholic.net

domingo, 16 de septiembre de 2018

¿QUIÉN ES PARA TI JESÚS DE NAZARET?

Cesarea de Filipo



Este domingo la Palabra de Dios nos interpela con dos cuestiones cruciales que resumiría así: “¿Quién es para ti Jesús de Nazaret?”. Y a continuación: “¿Tu fe se traduce en obras o no?”. El primer interrogante lo encontramos en el Evangelio de hoy, cuando Jesús pregunta a sus discípulos: “Ustedes, ¿quién decís que soy yo?” (Mc 8, 29). La respuesta de Pedro es clara e inmediata: “Tú eres el Cristo”, esto es, el Mesías, el consagrado de Dios enviado a salvar a su pueblo. Así pues, Pedro y los demás Apóstoles, a diferencia de la mayor parte de la gente, creen que Jesús no es sólo un gran maestro o un profeta, sino mucho más. Tienen fe: creen que en él está presente y actúa Dios.

Inmediatamente después de esta profesión de fe, sin embargo, cuando Jesús por primera vez anuncia abiertamente que tendrá que padecer y morir, el propio Pedro se opone a la perspectiva de sufrimiento y de muerte. Entonces Jesús tiene que reprocharle con fuerza para hacerle comprender que no basta creer que él es Dios, sino que, impulsados por la caridad, es necesario seguirlo por su mismo camino, el de la cruz (cf. Mc 8, 31-33). Jesús no vino a enseñarnos una filosofía, sino a mostrarnos una senda; más aún, la senda que conduce a la vida.


 Esta senda es el amor, que es la expresión de la verdadera fe. Si uno ama al prójimo con corazón puro y generoso, quiere decir que conoce verdaderamente a Dios. En cambio, si alguien dice que tiene fe, pero no ama a los hermanos, no es un verdadero creyente. Dios no habita en él. Lo afirma claramente Santiago en la segunda lectura de la misa de este domingo: “La fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (St 2, 17).

Al respecto me agrada citar un escrito de san Juan Crisóstomo, uno de los grandes Padres de la Iglesia que el calendario litúrgico nos invita hoy a recordar. Justamente comentando el pasaje citado de la carta de Santiago, escribe: “Uno puede incluso tener una recta fe en el Padre y en el Hijo, como en el Espíritu Santo, pero si carece de una vida recta, su fe no le servirá para la salvación. Así que cuando lees en el Evangelio: “Esta es la vida eterna: que te conozcan ti, el único Dios verdadero” (Jn 17, 3), no pienses que este versículo basta para salvarnos: se necesitan una vida y un comportamiento purísimos” (cit. en J.A. Cramer, Catenae graecorum Patrum in N.T., vol. VIII: In Epist. Cath. et Apoc., Oxford 1844).