Pío XII afirmó
también que "si, por ejemplo, la salvación de la vida de la futura madre,
independientemente del estado de su embarazo, necesitase urgentemente de una
operación quirúrgica, u otra aplicación terapéutica, que tuviese como
consecuencia accesoria, de ningún modo querida ni intentada, pero inevitable,
la muerte del feto, tal acción no podría ser considerada como un atentado
'directo' a la vida inocente. En esas condiciones, la operación puede ser
lícita, como en otras intervenciones médicas semejantes, siempre que se trate
de un bien de gran valor, como es la vida, y no sea posible retrasaría hasta el
nacimiento del niño, ni recurrir a otro remedio eficaz.
Esta misma doctrina
ha sido recordada nuevamente en la Carta para los operadores sanitarios
(1994): "Cuando el aborto se sigue como consecuencia prevista pero no
intentada ni es querida, simplemente tolerada, de una acción terapéutica
inevitable para la salud de la madre, es moralmente legítimo. El aborto es
consecuencia directa de un acto en sí mismo no abortivo".
Los teólogos
moralistas han explicado esta doctrina mediante la distinción entre aborto
directo –directamente querido o causado mediante una acción necesariamente
abortiva– y aborto indirecto –ni intentado como fin ni causado directamente,
sino sólo activamente permitido–. El aborto directo es siempre inmoral.
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