Hay en nosotros impulsos perversos que el Diablo aprovecha para excitarlos: la comodidad, la sensualidad, la codicia, la envidia, que desata la lengua y vierte en los demás el veneno de la crítica, la agresividad y el deseo inmoderado de imponernos a los demás... Todo un elenco de malicia que dañan a quienes nos rodean y también a nosotros mismos.
Como suele decirse, sentir
estas perversiones no debe desorientarnos o desanimarnos, lo que hemos de
procurar, con la ayuda de Dios, es no consentirlas. Es más, las tentaciones desempeñan
un importante papel en la madurez que el cristiano está llamado a alcanzar.
“Nuestra vida, enseña S.
Agustín, no puede verse libre de tentaciones; pues nuestro progreso se realiza
por medio de la tentación y nadie puede conocerse a sí mismo si no es tentado,
ni puede ser coronado si no ha vencido, ni puede vencer si no ha luchado”.
“Dichoso el varón que soporta la tentación porque, probado, recibirá la corona
de la vida que el Señor prometió” (Sant 1,12).
El tentador busca apartar a
Jesús del proyecto del Padre, o sea, de la senda del sacrificio, del amor que
se ofrece a sí mismo en expiación, para hacerle seguir un camino fácil, de
éxito y de poder. Jesús rechaza decididamente todas estas tentaciones y
ratifica la firme voluntad de seguir la senda establecida por el Padre, sin
compromiso alguno con el pecado y con la lógica del mundo. Mirad bien cómo
responde Jesús.
Él no dialoga con Satanás,
como había hecho Eva en el paraíso terrenal. Jesús sabe bien que con Satanás no
se puede dialogar, porque es muy astuto. Por ello, Jesús, en lugar de dialogar
como había hecho Eva, elige refugiarse en la Palabra de Dios y responde con la
fuerza de esta Palabra. Acordémonos de esto: en el momento de la tentación, de
nuestras tentaciones, nada de diálogo con Satanás, sino siempre defendidos por
la Palabra de Dios. Y esto nos salvará.
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