“Todos los discípulos
estaban juntos...” (1ª lect). En este ambiente de oración y de reflexión por
los acontecimientos pascuales vividos hasta el día de la Ascensión, irrumpe la
fuerza de lo Alto que el Señor había prometido a los suyos. El Espíritu de
Verdad que procede del Padre, el Consolador, el alma de la Iglesia.
Fue el Espíritu Santo
quien dio comienzo a esa grandiosa casa evangelizadora y santificadora que es
la Iglesia, y es Él también, quien con su aliento divino, continúa esta tarea
hasta que, cuando se cumpla la última hora de la Historia, de nuevo Cristo
vuelva.
La acción del
Espíritu Santo que opera en la Iglesia y en quienes formamos parte de Ella
desde el día del Bautismo, puede pasarnos inadvertida, porque el pecado del
hombre enturbia y obscurece los dones divinos (San Josemaría Escrivá). Con
todo, lo decisivo es lo que hace el Señor. También ahora se devuelve la vista a
los ciegos, que habían perdido la capacidad de mirar al cielo y de contemplar
las maravillas de Dios; se da la libertad a cojos y tullidos, que se
encontraban atados por sus apasionamientos y cuyos corazones no sabían ya amar;
se hace oír a sordos, que no deseaban saber de Dios; se logra que hablen los
mudos, que tenían oprimida la lengua porque no querían confesar sus derrotas;
se resucita a muertos, en los que el pecado había destruido la vida.
Comprobamos una vez más que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más
penetrante que cualquier espada de dos filos y, lo mismo que los primeros
fieles cristianos, nos alegramos al admirar la fuerza del Espíritu Santo y su
acción en la inteligencia y en la voluntad de sus criaturas” (San Josemaría
Escrivá).
La Iglesia es un
signo visible de esta acción del Espíritu de Dios en el mundo. Ella tiene “una
antigüedad de casi dos mil años. Sobrevivió a la ruina del Imperio romano con
todas sus crisis; no fue barrida por las invasiones de los pueblos bárbaros; no
pudo ser vencida por la interna debilidad del papado, ni por la fuerza externa
del emperador y el nacionalismo francés, ni por los pecados y deficiencias
humanas del Humanismo y la Reforma, ni por las extraordinarias revoluciones de
la Ilustración, la Revolución francesa, el capitalismo, el socialismo y la
técnica moderna. En todas las crisis y tempestades se ha afirmado victoriosa y,
en tal grado, que su esencia íntima, sus dogmas, su culto y su derecho
permanecieron inmutables”. Esta permanencia, sin precedentes en la historia,
tiene su explicación en el Espíritu Santo, alma de la Iglesia.
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