Hoy celebramos
esta gran Solemnidad (domingo) en honor del misterio eucarístico. En ella se unen la
liturgia y la piedad popular, que no han ahorrado ingenio y belleza para cantar
al Amor de los amores. La fe en la presencia real de Cristo en la
Sagrada Eucaristía llevó a la devoción a Jesús Sacramentado también fuera de la
Misa. La razón de conservar las Sagradas Especies, en los primeros siglos de la
Iglesia, era poder llevar la comunión a los enfermos y a quienes, por confesar
su fe, se encontraban en las cárceles en trance de sufrir martirio.
Nuestro Dios y
Señor se encuentra en el Sagrario, allí está Cristo, y allí deben hacerse
presentes nuestra adoración y nuestro amor,
en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos
del mundo. Jesús nos espera en este sacramento del Amor.
La
cosa más necesaria a descubrir en la fiesta del Corpus Christi: despertar
cada año la admiración y maravilla ante el misterio. La fiesta había
nacido en Bélgica, al inicio del siglo XIII; los monasterios benedictinos
fueron los primeros a acogerla; Urbano IV la extendió a toda la Iglesia en
1264, parece que incluso por influencia del milagro eucarístico de Bolsena,
venerado hoy en Orvieto.
¿Qué necesidad había de instituir
una nueva fiesta? ¿La Iglesia no recuerda la institución de la Eucaristía en el
Jueves Santo? ¿No la celebra cada domingo y, es más, cada día del año? En
efecto, el Corpus Christi es la primera fiesta, que no tiene por objeto un
acontecimiento de la vida de Cristo, sino una verdad de fe: su real presencia en la Eucaristía.
Responde a una necesidad: la de proclamar solemnemente dicha fe; tener viva
la admiración frente al más grande y más bello de los misterios de la fe; y para conjurar un peligro: el de
habituarse a tal presencia.
El objetivo: Si la fiesta del
Corpus Christi no existiese, sería necesario inventarla. Si existe un peligro,
que corren hoy los creyentes en relación con la Eucaristía, es el de trivializarla o quitarle importancia.
Antes, no se la recibía tan frecuentemente y debía ir precedido del ayuno y la
confesión. Hoy, prácticamente, todos se acercan a ella... Todo
esto, sin embargo, comporta un riesgo irreparable. San Pablo nos advierte: «Quien
coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la
sangre del Señor. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe
su propia condena» (1 Corintios 11,27-29). Nosotros no podemos recibir a Dios,
más que como «Dios»; esto es, conservando toda su santidad y su majestad. ¡No
podemos reducir a Dios!
La predicación de la Iglesia no
debiera tener miedo, ahora que la comunión ha llegado a ser una cosa tan
habitual y tan «fácil», de usar alguna vez el lenguaje de los primeros tiempos
de la Iglesia, al momento de la comunión, en la asamblea resonaba un grito: «¡Quien sea santo que se acerque, quien no
lo sea que se arrepienta!»
Pero, no debe ser la causa de
nuestra admiración frente al misterio eucarístico tanto la grandeza y la
majestad de Dios, cuanto más bien su condescendencia y su amor. La Eucaristía,
por encima de todo esto, es memorial del amor del que no existe uno mayor: dar
la vida por los propios amigos.
Hoy es un día de
acción de gracias y de alegría porque el Señor se ha querido quedar con
nosotros para alimentarnos, para
fortalecernos, para que nunca nos sintamos solos, La Sagrada Eucaristía es el
viático, el alimento para el largo caminar de la vida hacia la verdadera Vida.
Jesús nos acompaña y fortalece aquí en la tierra, que es como una sombra
comparada con la realidad que nos espera; y el alimento terreno es una pálida
imagen del alimento que recibimos en la Comunión.
Aunque celebramos
una vez al año esta fiesta, en realidad la Iglesia proclama cada día esta
dichosa verdad: Él se nos da diariamente como alimento y se queda en nuestros Sagrarios
para ser la fortaleza y la esperanza de una vida nueva, sin fin y sin término.
Es un misterio siempre vivo y actual. Señor, gracias por haberte quedado. ¿Qué
hubiera sido de nosotros sin Ti? ¿Dónde íbamos a ir a restaurar fuerzas, a
pedir alivio? ¡Qué fácil nos haces el camino desde el Sagrario!
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