¿En qué consiste la fidelidad de Dios en la que se puede confiar con firme
esperanza? En su amor. Él, que es Padre, vuelca en nuestro yo más profundo
su amor, mediante el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5). Y este amor, que se ha manifestado
plenamente en Jesucristo, interpela a nuestra existencia, pide una respuesta
sobre aquello que cada uno quiere hacer de su propia vida, sobre cuánto está
dispuesto a empeñarse para realizarla plenamente.
El amor de Dios sigue, en
ocasiones, caminos impensables, pero alcanza siempre a aquellos que se dejan
encontrar. La esperanza se alimenta, por tanto, de esta certeza: «Nosotros
hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). Y este amor exigente,
profundo, que va más allá de lo superficial, nos alienta, nos hace esperar en
el camino de la vida y en el futuro, nos hace tener confianza en nosotros
mismos, en la historia y en los demás.
En este fin de semana los
jóvenes de nuestra Diócesis en su primera convivencia (Chimaltenango) deben preguntarse y nosotros
los que ya estamos ejerciendo nuestro ministerio también. «¿Qué sería nuestra vida
sin este amor? Dios cuida del hombre desde la creación hasta el fin de los
tiempos, cuando llevará a cabo su proyecto de salvación. ¡En el Señor
resucitado tenemos la certeza de nuestra esperanza!».
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