Oremos por los sacerdotes |
Del sacerdote decía San
Juan Crisóstomo que es elegido por Dios y tiene una potestad celestial superior
a la de los ángeles, que les permite transformar con el Espíritu, perdonar los
pecados, permitir o negar la entrada en el Reino de los cielos.
Muchos siglos
después Bernanós testimonia que todavía el sacerdote de su época goza de esa
misma consideración en el ser. En su “Diario de un Cura Rural” muestra cómo el
sencillo párroco de Ambricourt era un hombre sin mucho talento, tímido y
apocado, incapacitado para cambiar el mal que hay en su pueblo, pero poco le
importa porque lleva sobre sí el sacerdocio que lo hace grande, pues le permite
actuar no con sus dotes, sino con la gracia del Resucitado. Eran tiempos en que
sólo por haberse ordenado eran sacerdotes, maestros, padres, eran autoridad. La
Iglesia y la gente les hacían sentir que eran alter Christus.
Pero la sociedad cambió y
junto con el repliegue de la ontología filosófica, replegó también la ontología
sacerdotal. El mundo cobró una conciencia mayor de la igualdad y responsabilidad
personales, la democracia fue ganando terreno y la autonomía se fue gestando
como una de las características de la modernidad. Las nuevas generaciones
crecen en la lógica del individualismo pragmático y narcisista, que suscita en
ellas mundos imaginarios especiales de libertad e igualdad.
Pero estos cambios hallaron
también eco en algunos estamentos eclesiales que bajo la influencia protestante
debilitaron también la ontología sacerdotal afirmando que el sacerdote no era
elegido por Dios, sino por la comunidad y que en caso de necesidad cualquiera
podría presidir la Eucaristía, como afirmó Schillebeeckx y se popularizó además
la idea de que el celibato no tiene ningún plus respecto al matrimonio y
que la vocación común a la santidad derriba las diferencias.
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