martes, 6 de agosto de 2013

CARTA DE UN HOMOSEXUAL AL PAPA FRANCISCO


¡Me llamo Eliseo y te escribo para decirte cuánto te aprecio! Debo admitir que mi corazón seguía estando ligado a Juan Pablo II hasta que has llegado tú: su historia hablaba a mi historia. Cuando le veía y escuchaba, algo se movía en mis entrañas. Su mensaje en Roma en el 2000 a los jóvenes resuena aún potente dentro de mí. ¡Porque es verdad! Nuestra sed de amor, de belleza, de verdad… ¡Es a Él a quien buscamos! Juan Pablo II no se enfadará por este nuevo impulso de afecto mío, y espero tampoco Benedicto, que tiene todo mi afecto.

¡Papa Francisco! Con tu simpatía me has robado el corazón. Estaba bajo el balcón cuando fuiste elegido, vivimos el Pentecostés esa noche en San Pedro, en el silencio, en las oraciones que recitamos juntos, en cada palabra que pronunciaste. Cuando nos saludaste, la fiesta en la plaza no se acababa. Tuve la clara sensación de que la Iglesia no estaba dormida, como nos quieren hacer creer, ¡la Iglesia está más viva que nunca!

Yo soy un chico, ya más bien un hombre adulto, y sufro pulsiones homosexuales. Estoy sorprendido porque hoy los titulares de los periódicos hablan solo sobre lo que has dicho o no has dicho sobre los gays, olvidando las bellísimas palabras que has dicho a los jóvenes en estos días en Río.

¡Pero yo quiero recordarlas! ¡Has empujado a los jóvenes a ir! También a las periferias de la existencia, allí donde a menudo has enviado a los sacerdotes, invitándoles a tomar el olor de las ovejas. Has hablado de estos jóvenes que presionan para ser protagonistas del cambio y has citado a Madre Teresa, que decía de empezar por ti y por mí para cambiar el mundo.
Papa Francisco, quiero hablarte de las periferias de la homosexualidad, yo he descubierto tres.

La primera es la de quien se descubre homosexual. Es la periferia de la soledad. Recuerdo que cuando me reconocí homosexual, por un momento se me enturbió la vista. Me pregunté por qué me pasaba precisamente a mi, recuerdo que estaba yendo a la Misa diaria. El joven que admite ser homosexual se siente un monstruo y no sabe con quien hablar de ello. ¿Los padres? ¿Por qué darles un sufrimiento tan grande? ¿Los amigos? Se burlarían de mí. ¿Los sacerdotes? Me dirían que es un pecado. Cuando lo hablé con Dios, encontré en la Biblia esta palabra: “Pero cuantos esperan en el Señor recobran la fuerza, les salen alas como águilas, corren sin esforzarse, caminan sin cansarse”. Es Isaías. En la imagen de la fuerza he leído una promesa. Porque a mí me parecía que no era varón porque no era fuerte como los de mi edad. Después encontré el valor de hablar de ello con un sacerdote, y con el tiempo a amigos de fiar. 

La segunda periferia es la homosexualidad de quien es creyente. Sí, hay también muchos homosexuales que creen en Jesús, pero que no aceptan lo que la Iglesia dice sobre la homosexualidad y sobre la sexualidad en general. No pienso en ellos, pero sí en aquellos en cambio que aman a la Iglesia y que quisieran seguir sus enseñanzas. La homosexualidad tiene un problema fundamental, que lleva a vivir a menudo una sexualidad desordenada y excesiva: las personas homosexuales sienten pulsiones compulsivas fortísimas dentro de sí, además de ello a veces pueden nacer incluso sentimientos reales. La propuesta de la castidad o del celibato puede parecer un acto de heroísmo, un martirio que sólo pocos pueden afrontar. Estos hombres cada vez son los menos, porque el concepto de castidad es cada vez menos comprensible en nuestra sociedad, también en el ámbito católico, y por si fuera poco reciben también los golpes de la militancia gay, porque les consideran una especie de traidores.

Muchos luchan con la esperanza de curarse, una curación sin embargo que mantiene siempre las marcas de las cicatrices. En este punto se es siempre un poco más sensible.

La tercera periferia son los infiernos de la homosexualidad. Donde el homosexual pierde la dignidad de persona humana. Son los sitios de internet de contactos, una especie de escaparate donde exhibir jirones del propio cuerpo para encontrar quien te compre aunque sea a poco precio. No se trata siempre de dinero, sino del precio de la propia dignidad. Son las calles donde de noche se buscan encuentros con otros hombres que puedan llenar los propios vacíos. Son los locales gay, como las discotecas o también esos nuevos burdeles que se esconden como círculos culturales (hay uno en Roma que se llama “El diablo dentro” y no digo más) donde se practica todo tipo de depravación. Son las manifestaciones en las que se pide dignidad por la propia condición, y en cambio se la pierde. 

Reza por mí y por todos aquellos que quizás leyendo esta carta decidan cruzar el umbral de estas periferias para llevar la Buena Noticia de Jesús… 


¡Yo rezaré por ti… como hijo!

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