En este recorrido que hacen los
Magos de Oriente está simbolizado el destino de todo hombre: nuestra vida es un
camino, iluminados por luces que nos permiten entrever el sendero, hasta
encontrar la plenitud de la verdad y del amor, que nosotros cristianos
reconocemos en Jesús, Luz del mundo.
Y todo hombre, como los Magos, tiene
a disposición dos grandes “libros” para orientarse en su peregrinación: el libro de la creación y el libro de las
Sagradas Escrituras. Lo importante es estar atentos, vigilantes, escuchar a
Dios que nos habla, como dice el Salmo, refiriéndose a la Ley del Señor:
«Lámpara es tu palabra para mis pasos, / luz en mi sendero»
Nos dice el Evangelio que los Magos,
cuando llegaron a Jerusalén, de momento perdieron de vista la estrella. No la
veían. En especial, su luz falta en el palacio del rey Herodes: aquella mansión
era tenebrosa, en ella reinan la oscuridad, la desconfianza, el miedo, la
envidia.
De hecho, Herodes se muestra
receloso e inquieto por el nacimiento de un Niño frágil, al que ve como un
rival. En realidad, Jesús no ha venido a derrocarlo a él, sino al Príncipe de
este mundo. Todo un mundo edificado sobre el poder, el prestigio, el tener, la
corrupción, entra en crisis por un Niño. Y Herodes llega incluso a matar a los
niños: «Tú matas el cuerpo de los niños,
porque el temor te ha matado a ti el corazón»
Un aspecto de la luz que nos guía en
el camino de la fe es también la santa “astucia”. Es también una virtud, la
santa “astucia”. Se trata de esa discernimiento espiritual que nos permite
reconocer los peligros y evitarlos.
Los Magos supieron usar esta luz de
“astucia” cuando, de regreso a su tierra, decidieron no pasar por el palacio
tenebroso de Herodes, sino marchar por otro camino.
Estos sabios venidos de Oriente nos
enseñan a no caer en las asechanzas de las tinieblas y a defendernos de la
oscuridad que pretende cubrir nuestra vida. Ellos, con esta santa “astucia”,
han protegido la fe. Y nosotros debemos proteger la fe. Protegerla de esa
oscuridad. Esa oscuridad que a menudo se disfraza incluso de luz. Porque el
demonio, dice san Pablo, muchas veces se viste de ángel de luz.
Pero la fe es
una gracia, es un don. Y a nosotros nos corresponde protegerla con la santa
“astucia”, con la oración, con el amor, con la caridad. Es necesario acoger en
nuestro corazón la luz de Dios y, al mismo tiempo, practicar aquella astucia
espiritual que sabe armonizar la sencillez con la sagacidad, como Jesús pide a
sus discípulos: «Sean sagaces como
serpientes y humildes como palomas» (Mt 10,16).