Monseñor Gonzalo de Villa |
Si algo define a toda antropología cristiana es su defensa incondicional
de la dignidad de la persona humana. A lo largo de la historia de las culturas
y las religiones, encontramos muchas definiciones sobre qué es el ser humano.
Con demasiada frecuencia los relativismos abogan por definiciones del ser humano
que no le confieren igual dignidad a todos los seres humanos.
En no pocas
antropologías encontramos que la plenitud de la humanidad solo es aceptada para
los miembros de un determinado grupo: los de mi etnia, los de mi tribu, los de
mi fe religiosa, los de mi género. Negar la condición humana a otros o
asignársela como de naturaleza inferior ha sido una constante que, siglo tras
siglo, ha encontrado defensores en muy distintos lugares y épocas.
El siglo XX
alcanzó en la declaración universal de los derechos humanos uno de los hitos
más importantes en la historia de la humanidad, pues arranca precisamente con
la consagración de la igual dignidad de todos los seres humanos y el
reconocimiento de una serie de derechos básicos de los cuales el primero es, obviamente,
el derecho a la vida.
El siglo XX
desgraciadamente alcanzó también simas insuperadas de degradación. En ningún
siglo anterior fueron más seres humanos asesinados por razones que no tenían
nada que ver con su conducta o su responsabilidad personales. Sin embargo,
ninguna iniquidad ha alcanzado tanto reconocimiento legal en mayor número de
países que la sistemática eliminación del derecho del no nacido a nacer.
Hay quienes
defienden el aborto cuando fue producto de una violación o cuando hay una malformación
genética o cuando el feto es del sexo no esperado, hasta quienes agreden la
intrínseca dignidad de la mujer al considerar el embarazo un producto del
cuerpo de la mujer sobre el que ella tiene el mismo derecho a decidir que sobre
la extirpación de un mezquino. El problema con todas estas consideraciones que
pretenden ofrecer legitimidad a la decisión de abortar es que le quitan al no
nacido el derecho a la vida y le quitan también su dignidad humana y el
carácter absoluto de esta. Situados en el terreno de las conveniencias se
olvida el terreno de los principios, que es donde la discusión debiera tener
lugar.
Cuando
entramos en el terreno de considerar la vida humana como algo sujeto a
convencionalismos y eliminamos el carácter de principio absoluto que la vida
humana tiene, no sabemos realmente dónde poner los límites de lo que sí se
puede y qué no. Podemos entrar en las conveniencias de cuándo una vida puede
ser tenida ya como inútil y abrirnos al horizonte de la eutanasia. Cuando los
principios dejan de ser absolutos o empiezan a tener cada vez mayor número de
excepciones, la dignidad humana no pasa de ser convencionalismo social sujeto a
variaciones culturales, y si algo debiéramos aprender de la historia de la
humanidad es que no hay crímenes, por atroces que sean, que no hayan encontrado
su justificación filosófica y hasta su asidero jurídico.
La dignidad
humana es por ello innegociable, desde el principio hasta el fin. Aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si te gustó el artículo, déjame tu comentario.