sábado, 26 de octubre de 2013

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA

Monseñor Gonzalo de Villa

Si algo define a toda antropología cristiana es su defensa incondicional de la dignidad de la persona humana. A lo largo de la historia de las culturas y las religiones, encontramos muchas definiciones sobre qué es el ser humano. Con demasiada frecuencia los relativismos abogan por definiciones del ser humano que no le confieren igual dignidad a todos los seres humanos.

En no pocas antropologías encontramos que la plenitud de la humanidad solo es aceptada para los miembros de un determinado grupo: los de mi etnia, los de mi tribu, los de mi fe religiosa, los de mi género. Negar la condición humana a otros o asignársela como de naturaleza inferior ha sido una constante que, siglo tras siglo, ha encontrado defensores en muy distintos lugares y épocas.

El siglo XX alcanzó en la declaración universal de los derechos humanos uno de los hitos más importantes en la historia de la humanidad, pues arranca precisamente con la consagración de la igual dignidad de todos los seres humanos y el reconocimiento de una serie de derechos básicos de los cuales el primero es, obviamente, el derecho a la vida.

El siglo XX desgraciadamente alcanzó también simas insuperadas de degradación. En ningún siglo anterior fueron más seres humanos asesinados por razones que no tenían nada que ver con su conducta o su responsabilidad personales. Sin embargo, ninguna iniquidad ha alcanzado tanto reconocimiento legal en mayor número de países que la sistemática eliminación del derecho del no nacido a nacer.

Hay quienes defienden el aborto cuando fue producto de una violación o cuando hay una malformación genética o cuando el feto es del sexo no esperado, hasta quienes agreden la intrínseca dignidad de la mujer al considerar el embarazo un producto del cuerpo de la mujer sobre el que ella tiene el mismo derecho a decidir que sobre la extirpación de un mezquino. El problema con todas estas consideraciones que pretenden ofrecer legitimidad a la decisión de abortar es que le quitan al no nacido el derecho a la vida y le quitan también su dignidad humana y el carácter absoluto de esta. Situados en el terreno de las conveniencias se olvida el terreno de los principios, que es donde la discusión debiera tener lugar.

Cuando entramos en el terreno de considerar la vida humana como algo sujeto a convencionalismos y eliminamos el carácter de principio absoluto que la vida humana tiene, no sabemos realmente dónde poner los límites de lo que sí se puede y qué no. Podemos entrar en las conveniencias de cuándo una vida puede ser tenida ya como inútil y abrirnos al horizonte de la eutanasia. Cuando los principios dejan de ser absolutos o empiezan a tener cada vez mayor número de excepciones, la dignidad humana no pasa de ser convencionalismo social sujeto a variaciones culturales, y si algo debiéramos aprender de la historia de la humanidad es que no hay crímenes, por atroces que sean, que no hayan encontrado su justificación filosófica y hasta su asidero jurídico.


La dignidad humana es por ello innegociable, desde el principio hasta el fin. Aquí. 

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