El amor de Dios |
Comenzamos por
analizar el papel del amor de Dios y de nuestra correspondencia en la
salvación.
Una cosa es clara:
lo que nos salva es el amor de Dios, no nuestras obras. Hay una primacía
absoluta de la gracia sobre nuestras obras. Jesucristo no se hizo hombre para
evitar la condenación de los hombres, sino para llevarlos a la plenitud de la
filiación divina: eso es lo que nos salva. La causa de la salvación no es el
amor que tenemos a Dios, sino el amor que Dios nos dona con la gracia.
Un amor
cuyo fruto no es sólo la satisfacción afectiva de quien lo recibe, sino sobre
todo una vida nueva (ese amor es amor divino, y como tal, nos diviniza). Esa
vida, la recibimos y vivimos nosotros. Ser amados por Dios no es algo meramente
pasivo, hemos de aceptar y asimilar ese amor, haciéndolo nuestro y ¡viviéndolo!
“Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía San Agustín. Nuestra
libertad tiene un papel fundamental. Es decir, es Dios quien nos salva, pero
nuestras obras coherentes con esa salvación resultan indispensables para
aceptación y la vivencia de esa salvación.
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