Si lo que afirman los hagiógrafos lo afirma el Espíritu Santo, no puede
haber error en la Biblia. Así en DV 11. Hasta el Vaticano II se usaba más la
manera negativa: “sin error”. Después se ha preferido expresar el aspecto
positivo; la Biblia es veraz.
La veracidad de los libros sagrados proviene de dos principios: Dios es el
autor principal de la Biblia y Dios no puede engañarse ni engañarnos. Esta
verdad es de “hecho” y de “derecho”. Hay libros humanos donde de hecho no hay
errores; pero la Biblia excluye la posibilidad de error.
Cuando se habla de error, se entiende del “error lógico”, que es la falta
de conformidad entre el juicio del hagiógrafo y la realidad objetiva. Son
afirmaciones auténticas del hagiógrafo, escritas por él mismo o por un
amanuense. Puede haber errores materiales en algunas copias o versiones no
conformes con el original. También puede haber algún error material (en la
sintaxis), como falta de pericia del hagiógrafo.
Así aparece al examinar los escritos antiguos de los Padres. San Justino,
en el siglo II, es el primero que hace alusión a la veracidad bíblica, a pesar
de los ataques de autores paganos y herejes. San Agustín, escribiendo a san
Jerónimo, afirma que si hay algún error en la Biblia es debido a un códice
defectuoso o a un mal traductor.
La inerrancia bíblica no ha sido definida como dogma. Sin embargo, por
pertenecer a la enseñanza ordinaria y universal de la Iglesia se habla de ella
como si fuese “dogma”.
La encíclica “Pascendi” de Pio X (1907) condena a los modernistas
que afirmaban encontrar muchos errores en la Biblia. Eso significaba hacer al
Espíritu Santo autor de errores. La “Spiritus Paraclitus” (1920) condena
a los que afirman que la Biblia no tiene error sólo el elemento principal o
religioso, mientras que puede tenerlo el secundario o profano. La “Humani
generis” (1950) de Pio XII condena a los que separan, como realidades
diversas, un sentido humano y un sentido divino, éste sólo infalible, en la
Biblia.
La “Dei Verbum” resume todo con esta fórmula: “ Como todo lo que los
autores inspirados o hagiógrafos afirman, se debe considerar afirmado por el
Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan
firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en
las sagradas letras para nuestra salvación”. Dos cosas distingue el Concilio
Vaticano II en la fórmula: el fundamento, que es el “origen divino” de la
Escritura; y la finalidad, que es “nuestra salvación”.
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