El Jubileo extraordinario de la Misericordia, que la Iglesia está
celebrando, ilumina también de modo especial la Jornada Mundial de las Misiones
2016: nos invita a ver la misión ad gentes como una grande e
inmensa obra de misericordia tanto espiritual como material. En efecto, en esta
Jornada Mundial de las Misiones, todos estamos invitados a «salir», como
discípulos misioneros, ofreciendo cada uno sus propios talentos, su
creatividad, su sabiduría y experiencia en llevar el mensaje de la ternura y de
la compasión de Dios a toda la familia humana. En virtud del mandato misionero,
la Iglesia se interesa por los que no conocen el Evangelio, porque quiere que
todos se salven y experimenten el amor del Señor. Ella «tiene la misión de
anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio» (Bula Misericordiae
vultus, 12), y de proclamarla por todo el mundo, hasta que llegue a toda
mujer, hombre, anciano, joven y niño.
La misericordia hace que el
corazón del Padre sienta una profunda alegría cada vez que encuentra a una
criatura humana; desde el principio, él se dirige también con amor a las más
frágiles, porque su grandeza y su poder se ponen de manifiesto precisamente en
su capacidad de identificarse con los pequeños, los descartados, los oprimidos
(cf. Dt 4,31; Sal 86,15; 103,8; 111,4). Él es
el Dios bondadoso, atento, fiel; se acerca a quien pasa necesidad para estar
cerca de todos, especialmente de los pobres; se implica con ternura en la realidad
humana del mismo modo que lo haría un padre y una madre con sus hijos (cf. Jr 31,20).
El término usado por la Biblia para referirse a la misericordia remite al seno
materno: es decir, al amor de una madre a sus hijos, esos hijos que siempre
amará, en cualquier circunstancia y pase lo que pase, porque son el fruto de su
vientre. Este es también un aspecto esencial del amor que Dios tiene a todos
sus hijos, especialmente a los miembros del pueblo que ha engendrado y que
quiere criar y educar: en sus entrañas, se conmueve y se estremece de compasión
ante su fragilidad e infidelidad (cf. Os 11,8). Y, sin
embargo, él es misericordioso con todos, ama a todos los pueblos y es cariñoso
con todas las criaturas (cf. Sal 144.8-9).
La manifestación más alta y
consumada de la misericordia se encuentra en el Verbo encarnado. Él revela el
rostro del Padre rico en misericordia, «no sólo habla de ella y la explica
usando semejanzas y parábolas, sino que, además, y, ante todo, él mismo la
encarna y personifica» (Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia,
2). Con la acción del Espíritu Santo, aceptando y siguiendo a Jesús por medio
del Evangelio y de los sacramentos, podemos llegar a ser misericordiosos como
nuestro Padre celestial, aprendiendo a amar como él nos ama y haciendo que
nuestra vida sea una ofrenda gratuita, un signo de su bondad (cf. Bula Misericordiae
vultus, 3). La Iglesia es, en medio de la humanidad, la primera comunidad
que vive de la misericordia de Cristo: siempre se siente mirada y elegida por
él con amor misericordioso, y se inspira en este amor para el estilo de su
mandato, vive de él y lo da a conocer a la gente en un diálogo respetuoso con
todas las culturas y convicciones religiosas.
Muchos hombres y mujeres de
toda edad y condición son testigos de este amor de misericordia, como al
comienzo de la experiencia eclesial. La considerable y creciente presencia de
la mujer en el mundo misionero, junto a la masculina, es un signo elocuente del
amor materno de Dios. Las mujeres, laicas o religiosas, y en la actualidad
también muchas familias, viven su vocación misionera de diversas maneras: desde
el anuncio directo del Evangelio al servicio de caridad. Junto a la labor
evangelizadora y sacramental de los misioneros, las mujeres y las familias
comprenden mejor a menudo los problemas de la gente y saben afrontarlos de una
manera adecuada y a veces inédita: en el cuidado de la vida, poniendo más
interés en las personas que en las estructuras y empleando todos los recursos
humanos y espirituales para favorecer la armonía, las relaciones, la paz, la
solidaridad, el diálogo, la colaboración y la fraternidad, ya sea en el ámbito
de las relaciones personales o en el más grande de la vida social y cultural; y
de modo especial en la atención a los pobres.
En muchos lugares, la
evangelización comienza con la actividad educativa, a la que el trabajo
misionero le dedica esfuerzo y tiempo, como el viñador misericordioso del
Evangelio (cf. Lc 13.7-9; Jn 15,1), con la
paciencia de esperar el fruto después de años de lenta formación; se forman así
personas capaces de evangelizar y de llevar el Evangelio a los lugares más
insospechados. La Iglesia puede ser definida «madre», también por los que
llegarán un día a la fe en Cristo. Espero, pues, que el pueblo santo de Dios
realice el servicio materno de la misericordia, que tanto ayuda a que los
pueblos que todavía no conocen al Señor lo encuentren y lo amen. En efecto, la
fe es un don de Dios y no fruto del proselitismo; crece gracias a la fe y a la
caridad de los evangelizadores que son testigos de Cristo. A los discípulos de
Jesús, cuando van por los caminos del mundo, se les pide ese amor que no mide,
sino que tiende más bien a tratar a todos con la misma medida del Señor;
anunciamos el don más hermoso y más grande que él nos ha dado: su vida y su
amor.
Todos los pueblos y
culturas tienen el derecho a recibir el mensaje de salvación, que es don de
Dios para todos. Esto es más necesario todavía si tenemos en cuenta la cantidad
de injusticias, guerras, crisis humanitarias que esperan una solución. Los
misioneros saben por experiencia que el Evangelio del perdón y de la
misericordia puede traer alegría y reconciliación, justicia y paz. El mandato
del Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar
todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20) no está agotado, es más,
nos compromete a todos, en los escenarios y desafíos actuales, a sentirnos
llamados a una nueva «salida» misionera, como he señalado también en la
Exhortación apostólica Evangelii gaudium: «Cada cristiano y cada
comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos
invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a
llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (20).
En este Año jubilar se
cumple precisamente el 90 aniversario de la Jornada Mundial de las Misiones,
promovida por la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y aprobada por el
Papa Pío XI en 1926. Por lo tanto, considero oportuno volver a recordar las
sabias indicaciones de mis predecesores, los cuales establecieron que fueran
destinadas a esta Obra todas las ofertas que las diócesis, parroquias,
comunidades religiosas, asociaciones y movimientos eclesiales de todo el mundo
pudieran recibir para auxiliar a las comunidades cristianas necesitadas y para
fortalecer el anuncio del Evangelio hasta los confines de la tierra. No dejemos
de realizar también hoy este gesto de comunión eclesial misionera. No
permitamos que nuestras preocupaciones particulares encojan nuestro corazón,
sino que lo ensanchemos para que abarque a toda la humanidad.
Que Santa María, icono
sublime de la humanidad redimida, modelo misionero para la Iglesia, enseñe a
todos, hombres, mujeres y familias, a generar y custodiar la presencia viva y
misteriosa del Señor Resucitado, que renueva y colma de gozosa misericordia las
relaciones entre las personas, las culturas y los pueblos.
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