Incluso para los
homosexuales más graves, no hay otro camino de liberación que luchar por
corregir sus inclinaciones desviadas. Hay que tener en cuenta que rendirse a
esas tendencias, con la consiguiente búsqueda constante de contactos y de
relaciones –que suelen ser inestables y frustrantes por su propia naturaleza–,
desemboca a la larga en una espiral de mayor insatisfacción.
Dejarse llevar produce una
angustia aún más grande, pues lleva a una vida de profundos desequilibrios
afectivos, disfrazados quizá por una satisfacción aparente, pero que acaba
conduciendo a una mayor desesperanza y un mayor deterioro psíquico. Por esa
razón la Iglesia católica les alienta a asumir la cruz del sufrimiento y de la
dificultad que puedan experimentar a causa de su condición.
¿Y cómo se asume esa cruz?
Viviendo la castidad, un
sacrificio que les proporcionará como beneficio una fuente de autodonación que
los salvará de una forma de vida que amenaza continuamente con destruirlos. La
actividad homosexual impide la propia realización y felicidad, porque es
contraria a la naturaleza.
Es cierto que en los casos
más graves quizá no sean aptos para el matrimonio, pero siempre son aptos para
amar –de otra manera– a los demás, y así pueden vivir incluso con un amor mayor
que el que reina en muchos matrimonios.
La Iglesia les pide que
vivan la castidad, por su propio bien, exactamente igual que se lo pide a todas
las personas heterosexuales que no están casadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si te gustó el artículo, déjame tu comentario.