El fariseo se
presume de sus muchas virtudes; le habla a Dios tan sólo de sí mismo y, al alabarse
a sí mismo, cree alabar a Dios. El publicano conoce sus pecados, sabe que no puede
vanagloriarse ante Dios y, consciente de su culpa, pide gracia. En realidad son
dos modos de situarse ante Dios y ante sí mismo. Uno, en el fondo, ni siquiera mira
a Dios, sino sólo a sí mismo; realmente no necesita a Dios, porque lo hace todo
bien por sí mismo. No hay ninguna relación real con Dios, que a fin de cuentas resulta
excesivo; basta con las propias obras. Aquel hombre se justifica por sí solo.
El otro, en
cambio, se ve en relación con Dios. Ha puesto su mirada en Dios y, con ello, se
le abre la mirada hacia sí mismo. Sabe que tiene necesidad de Dios y que ha de vivir
de su bondad, la cual no puede alcanzar por sí solo ni darla por descontada. Sabe
que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia de Dios a ser él mismo
misericordioso y, por tanto, semejante a Dios. Él vive gracias a la relación con
Dios, de ser agraciado con el don de Dios; siempre necesitará el don de la bondad,
del perdón, pero también aprenderá con ello a transmitirlo a los demás.
Yo soy una
persona honrada. No miento. No critico. No extorsiono a nadie ni me quedo con lo
que no es mío. Tengo una familia y trato de educar a mis hijos y prepararles un
futuro digno. No soy como los demás..., ni como ese publicano. Tal vez no se hace
nada malo deliberadamente, y si se hizo se pide perdón y se rectifica. Pero, ¿podemos
garantizar que hay un empeño sostenido por agradar a Dios y por el bien de los demás?
Con una cierta complacencia van enumerando
algunos lo que de bueno realizan −cuando la mano derecha no debería enterarse de
lo que hace la izquierda− y olvidando que delante de Dios siempre seremos deudores
y, por mucho que hagamos, nunca será bastante, tan sólo hemos hecho lo que teníamos
obligación de hacer.
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