sábado, 22 de octubre de 2016

LA VANAGLORIA Y LA HUMILDAD

El fariseo se presume de sus muchas virtudes; le habla a Dios tan sólo de sí mismo y, al alabarse a sí mismo, cree alabar a Dios. El publicano conoce sus pecados, sabe que no puede vanagloriarse ante Dios y, consciente de su culpa, pide gracia. En realidad son dos modos de situarse ante Dios y ante sí mismo. Uno, en el fondo, ni siquiera mira a Dios, sino sólo a sí mismo; realmente no necesita a Dios, porque lo hace todo bien por sí mismo. No hay ninguna relación real con Dios, que a fin de cuentas resulta excesivo; basta con las propias obras. Aquel hombre se justifica por sí solo.
El otro, en cambio, se ve en relación con Dios. Ha puesto su mirada en Dios y, con ello, se le abre la mirada hacia sí mismo. Sabe que tiene necesidad de Dios y que ha de vivir de su bondad, la cual no puede alcanzar por sí solo ni darla por descontada. Sabe que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia de Dios a ser él mismo misericordioso y, por tanto, semejante a Dios. Él vive gracias a la relación con Dios, de ser agraciado con el don de Dios; siempre necesitará el don de la bondad, del perdón, pero también aprenderá con ello a transmitirlo a los demás.
Yo soy una persona honrada. No miento. No critico. No extorsiono a nadie ni me quedo con lo que no es mío. Tengo una familia y trato de educar a mis hijos y prepararles un futuro digno. No soy como los demás..., ni como ese publicano. Tal vez no se hace nada malo deliberadamente, y si se hizo se pide perdón y se rectifica. Pero, ¿podemos garantizar que hay un empeño sostenido por agradar a Dios y por el bien de los demás?
Con una cierta complacencia van enumerando algunos lo que de bueno realizan −cuando la mano derecha no debería enterarse de lo que hace la izquierda− y olvidando que delante de Dios siempre seremos deudores y, por mucho que hagamos, nunca será bastante, tan sólo hemos hecho lo que teníamos obligación de hacer.

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