El evangelio de
este domingo presenta a Jesús que cura a diez leprosos, de los cuales sólo uno,
samaritano y por tanto extranjero, vuelve a darle las gracias. El Señor le
dice: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado”. Esta página evangélica nos invita
a una doble reflexión.
Ante todo, nos
permite pensar en dos grados de curación: uno, más superficial, al cuerpo; el
otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia
llama el “corazón”, y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación
completa y radical es la “salvación”. Incluso el lenguaje común, distinguiendo
entre “salud” y “salvación”, nos ayuda a comprender que la salvación es mucho
más que la salud; es una vida nueva, plena, definitiva.
Jesús pronuncia la
expresión: “Tu fe te ha salvado”. Es la fe la que salva al
hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los
demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer, como
el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino
como un don, cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene
en definitiva de Dios.
La fe requiere que
el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es
gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: “gracias”!
La lepra era una enfermedad
considerada en aquel tiempo como una “impureza contagiosa” que exigía una
purificación ritual. En realidad, la lepra que realmente desfigura al hombre y
a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el
corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu, que
desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es
Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se convierte es curada
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